Jaime en la vertical de la muerte

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El prólogo del día hacía gala ya de esa limpieza con que el exceso de luz abrillanta las mañanas de julio en las latitudes próximas al Trópico de Cáncer. Sin relación alguna con los fuegos de artificio del Independence Day que los vecinos norteños celebraban en aquella misma fecha.

Sólo la picada en barrena del aparato Moraine Saulnier vino a romper la monotonía del amanecer del 4 de julio de 1920 en el bajo cielo de La Bien Aparecida, un sitio para giras campestres y bailes en los suburbios al sureste de La Habana.

En un fragmento de tiempo mucho menor del que necesitaría luego para contarlo al juez Augusto Saladrigas, José Lazcano vio, desde su privilegiado puesto de observación, como a escasos 100 metros de altura el monoplaza se encapotaba un segundo antes de comenzar a dibujar una línea vertical y perpendicular directa a tierra. La estela de la muerte del ingenio mecánico y el aviador.

El impacto desperdigó por varios metros a la redonda del pequeño cráter artificial, calabazas, melones de agua, pepinos y tomates placeros que momentos antes enamoraban apetitos en aquella huerta fatal.

Completaban el cuadro dantesco la masa encefálica del aviador Jaime González Crocier saliéndose por una brecha que el parabrisas le practicó en la frente. Y la pierna derecha destrozada, otra abertura en la nariz, las quemaduras en la espalda, irreconocible el rostro que fuera del héroe de los cielos.

Nacido el 13 de febrero de 1892, Jaime era el hijo predilecto de Cienfuegos, cuyo pueblo le había costeado por suscripción los estudios de aviación en París y las alas con que después volaría a la eternidad.

Más que moda, el dominio de los cielos constituía un auténtico arrebato para la juventud que estrenaba el siglo XX. Cuenta la leyenda heroica que el adolescente Jaime se inventó su primer aeroplano con ruedas de bicicleta y tablas de bambú.

Otros apuntes reseñan que el aparato era impulsado por un automóvil al que iba atado mediante un cable. Cuando alcanzaba unos 20 metros de altura cortaba aquel metálico cordón umbilical y planeaba hasta conseguir la perfección del aterrizaje.

El 4 de junio de 1913 partió hacia Francia, entonces Meca de la aeronáutica incipiente. Y en la Escuela de Louis Bleriot (autor del primer vuelo sobre el Canal de La Mancha en julio de 1909), en Chateufort, conoció pronto todos los secretos del arte de los modernos Ícaros.

Entre sus profesores tuvo al ilustre Adolphe Pegoud, el primer as de la aviación francesa e inventor del loop, maniobra alucinante que ejecutó el piloto cienfueguero en el cielo de la Ciudad Luz, a la manera de ejercicio de graduación el 15 de diciembre de aquel mismo año anterior a la Guerra.

Antes que terminara el mes navideño la Federación Aeronáutica Internacional le expidió el Brevet de Aptitud No. 1566, y el 21 de febrero siguiente desembarcó en La Habana trayéndose consigo el flamante ingenio volador de 100 caballos de fuerza.

Vendría a continuación un sexenio de conquista de los cielos cubanos, que inició el 20 de mayo de 1914 con el raid Cienfuegos-Habana.

Su nombre, junto a los de Domingo Rosillo y Agustín Parlá, la tríada fundadora de la aviación nacional, aparecía casi con más frecuencia en las primeras planas de los diarios que el del Mayoral de Chaparra, quien administraba por entonces una finca que iba de San Antonio a Maisí.

Se trasladó Jaime a La Habana, donde fundó familia con una joven trinitaria de apellido Irragorri. Ingresó al Ejército Nacional, pero no permaneció mucho tiempo en la disciplina militar.

Trabajaba en un proyecto conjunto con el Administrador de Correos de La Habana, para la próxima apertura de un servicio postal aéreo entre las localidades orientales de Baracoa y Antilla cuando fue a entrenarse en La Bien Aparecida aquel primer domingo de julio de 1920. El doctor Olivilla, que llegó a la huerta fatídica a bordo de una ambulancia de la Casa de Socorros de La Víbora, se limitó a levantar el acta de defunción de aquel titán alado.

Fue el paso previo a la entrega del cuerpo a la familia para que lo velara en la casa solariega de la calle Milagros, número 74, en la barriada viboreña.

Las jornadas siguientes estuvieron marcadas por las conjeturas de que el desastre hubiera sido provocado por manos criminales.

Mientras la Policía custodiaba en la finca La Fernanda los restos del Moraine, el juez Saladrigas y los peritos militares tenientes Manuel Arozarena y Eduardo Laborde, encargados de las investigaciones, descartaron la posibilidad de homicidio justo una semana después de la tragedia de La Bien Aparecida.

Lo catalogaron como “uno de los accidentes naturales de la aviación”. El aviador había colocado el aparato en un ángulo demasiado agudo y perdió la velocidad de vuelo, provocando la caída vertical, concluyeron los peritos.

El luto por Jaime González fue el primero de la aviación cubana. La prensa de la época recordó que el también cienfueguero Panchito Terry, había sobrevivido al riesgo mayor que suponía volar sobre las trincheras austriacas y alemanas de la Primera Guerra Mundial.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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