El “mal de ojo” de la contaminación visual

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La visualidad de los lugares donde vivimos y desarrollamos nuestras principales actividades influye mucho en nuestro estado de ánimo. De manera que si pretendemos ser mejores seres humanos, tendremos que aspirar también a rodearnos de un entorno agradable y armónico. 

Cada cual es libre de consumir en su intimidad aquel producto o expresión cultural o seudo cultural que más se avenga a sus expectativas y a sus horizontes espirituales e intelectuales. Pero el entorno es público y como tal, debe promover valores como la belleza, la limpieza, el orden, el concierto, la mesura y el respeto a la convivencia.

El hombre es un ser social que piensa como vive. Y viviendo entre la desidia, la mala educación, la mugre y la fealdad de sus escenarios de vida, se halla constantemente retado en su espiritualidad, en un devenir por demás, agravado por estrecheces económicas.

A veces uno camina por la ciudad y le asaltan a la vista —y a la sensibilidad— árboles talados indiscriminadamente; vertederos de albañales que peligrosamente comulgan con los conductos del agua de consumo humano; basura y  escombros depositados en cualquier esquina, o lo que es peor, desperdicios acumulados junto a los depósitos donde deberían estar.

En ocasiones, un recorrido se convierte en todo un reto para evitar heces de cualquier tipo en el pavimento; huecos y zanjas en calles y aceras que alguien abre y nadie cierra; registros sin tapas, en los que, sí acaso, vecinos compasivos hincan un palo o una viga para prevenir una desgracia.

Para no hablar de la impunidad con que continúan sucediéndose las agresiones sonoras —que aunque responden a otro soporte, a veces también se visualizan—  de cuadras donde lo urbano se confunde con lo rural, por la proliferación de animales y matorrales; del abandono de construcciones que se añejan sin terminar o de fachadas empercudidas por los pelotazos de improvisados futbolistas de barrio, que suelen, además, interrumpir el tránsito en alguna que otra calle con porterías desmontables.

La armonía es un factor que refuerza la belleza de un entorno y es a veces de esa armonía de la que adolecen no pocos espacios de nuestras comunidades.

Cierto es que las ciudades —no solo en Cuba, sino también en el mundo— tratan de evitar esos feos espectáculos en sus zonas más céntricas, en detrimento de la atención a sus barrios periféricos. Pero esto no es razón para el abandono, más cuando en ocasiones los contornos no distan mucho del núcleo metropolitano.

Un contexto urbano está conformado por el aporte de referentes diversos y sí estos tributan a una percepción de suciedad, degradación, abandono, indisciplina, falta de compromiso o impunidad ante manifestaciones antisociales, el efecto en su conjunto genera una forma de entender y valorar la vida.

Y no viene ahora al caso dilucidar dónde termina la responsabilidad ciudadana y dónde comienza la institucional: el efecto es el mismo. Solo anotar que a veces ambas se combinan para conformar escenarios realmente lamentables.

Se trata de un mal gusto crónico que tiene también su expresión en algunos locales donde se atiende al público, con techos descarnados y paredes despintadas y sucias; ventanas rotas, clausuradas con cualquier pedazo de lo que aparezca; propaganda descontextualizada, entre otras manifestaciones de indolencia.

Es cierto que no pocas veces faltan recursos para asumir una inversión, pero en ocasiones los pocos disponibles se dilapidan, se vandalizan o se diluyen en soluciones apuradas y chapuceras. En última instancia, el buen gusto no tiene que ver obligatoriamente con la necesidad. Se pueden hacer cosas muy dignas con lo que se tiene.

A este panorama, sin embargo, le falta todavía algo más: lo que negativamente aportan al entorno aquellos favorecidos económicamente por un poder adquisitivo sustentado en su emprendimiento o beneficiados por dudosos desempeños.

Muchos de estos “nuevos ricos”  buscan marcar su estatus social y la ostentación de un modo particular de vida con cambios estructurales que recargan y desnaturalizan sus viviendas, con una inevitable repercusión en la comunidad donde se insertan.

La mayoría de esas intervenciones no están hechas por profesionales que hayan evaluado las escalas de la ciudad, las visualidades, las perspectivas y el diseño gráfico. Terminan en soluciones fallidas, que están creando una especie de ruido visual, ambiental, que empeoran y alteran el entorno de la ciudad, al propiciar un desequilibrio arquitectónico-estilístico e imponer gustos y tendencias de dudosa calidad.

El asunto es tan complejo que hasta valdría la pena revisar los programas de nuestro sistema de enseñanza para dar un mayor peso a la educación cívica y combinar esta con una educación estética que hoy se impone como uno de sus componentes.

LA CONTAMINACIÓN VISUAL

Toda la exposición anterior, ejemplos incluidos, no responde a una apreciación personal ni a una particular manera de interpretar el deterioro de nuestros espacios de convivencia. Tiene un fundamento científico que se resume en un concepto: contaminación visual.

Los especialistas que trabajan sobre esa categoría la explican de este modo: “Así como la contaminación es la presencia en el medio ambiente de sustancias tóxicas o ajenas a sus ciclos físicos y químicos, llamamos contaminación visual a la presencia de elementos visuales en un paisaje que interrumpen su estética, violentan su percepción de conjunto y entorpecen la percepción del entorno”.

Ejemplos como los expuestos para ilustrar este comentario, que afean y corrompen el entorno, generan un impacto ambiental cuyos efectos muchas veces se desconoce o se minimiza, pero que a la postre, terminan afectando la calidad de vida de los ciudadanos.

Es un hecho ya probado que los principales efectos de la contaminación visual en los seres humanos apuntan al incremento del estrés, con marcadas consecuencias en sus condiciones de vida y de trabajo.

El estrés puede tener un impacto en la estabilidad cardiovascular de las personas, en su salud emocional o psicológica e incluso, disminuir sus márgenes de productividad, según investigaciones recientes.

Y más allá de las secuelas en lo personal, la contaminación visual puede impactar negativamente en el turismo y en las actividades recreativas, pues vuelve hostiles entornos que tendrían que ser armónicos o apacibles, con impredecibles consecuencias en lo económico y en lo social.

Tal y como sucede con otras formas de contaminación, la visual requiere de regulaciones que la contengan o que al menos la mantengan por debajo de los límites aceptables.

Acatarlas es un deber de la ciudadanía y hacerlas cumplir, de las instancias que administran la vida de cualquier comunidad. De ambas es la responsabilidad de que la contaminación visual no se convierta en un problema social en medio de una coyuntura que hoy, lamentablemente, la favorece.

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Omar George Carpi

Periodista del Telecentro Perlavisión.

2 Comentarios en “El “mal de ojo” de la contaminación visual

  • el 25 mayo, 2021 a las 5:11 pm
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    Wirston Churchill lo dijo una vez: “Le damos forma a nuestros edificios y luego ellos nos dan forma a nosotros” refiriéndose a como el ambiente construido influye en las personas, y la menera en que el ambiente influye en nosotros queda reflejado en conceptos como el “síndrome de la ventana rota”. Está teoría plantea un fenómeno psicología social, donde expresa que el delito es mayor en las zonas descuidadas, sucias y maltratadas. Si se cometen “pequeñas faltas” y las mismas no son sancionadas, entonces comenzarán faltas mayores y luego delitos cada vez más graves. Una buena estrategia para prevenir el vandalismo, dicen los autores de la teoría, es arreglar los problemas cuando aún son pequeños.
    El alcalde republicano Rudy Giuliani adoptó este concepto en la ciudad de Nueva York, desde su elección en 1993, bajo los programas de “tolerancia cero”, no hacia la persona que comete el delito, sino contra el delito en sí. Giuliani hizo que la policía fuera más estricta con las evasiones de pasaje en el metro, detuvo a los que bebían y orinaban en la vía pública, atacaron la ejecución de grafitis, etc, el resultado práctico fue un abatimiento de todos los índices criminales de la ciudad de New York. Las tasas de crímenes, menores y mayores, se redujeron significativamente, y continuaron disminuyendo durante los siguientes 10 años.
    O sea, la atención a esas “pequeñas faltas” que suelen tolerarse se traduce en que muchos problemas más graves desaparezcan como resultado natural. Algo que nuestras ciudades y nuestra sociedad agradecerian tarde o temprano.

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    • el 28 mayo, 2021 a las 10:57 am
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      Gracias por comentar y por aportar otro enfoque sobre el tema que nos ocupa. En efecto, el rigor con que se enfrenta una transgresión tiene un efecto disuasivo. La impunidad estimula las indisciplinas y termina afectando el prestigio de nuestras instituciones y nuestra calidad de vida.

      Respuesta

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