Los espejismos de la telerrealidad

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La telerrealidad es un engaño desde su propio nombre.

El formato del reality privilegia el performance (de toda índole, claro está con peso para el componente moral), se auto-entiende desde la lógica del simulacro y aúpa la línea matriz de la necesidad del participante de configurarse una imagen que presuponga la generación, o no, de empatía: imagen que, a todas luces, se trabaja de acuerdo con los intereses del relato telerreal y no en consonancia con el legítimo perfil identitario de dicha persona.

No puede haber mucho de real en una televisión cuyas “verdades” resulten simuladas, algo validable en el contexto de la ficción pero potencialmente antónimo a cuanto se pretendería vender cual registro de lo real.

Nada hay de aportador desde el plano ético en una telerrealidad concebida desde el prisma de la cultura del descarte humano y con arreglo a hegemonizar la narrativa patriarcal sobre la mujer vista en tanto objeto y no sujeto. En una telerrealidad defensora del darwinismo social y la exclusión étnica, hostil a las alteridades, proclive a idealizar el canon físico del cuerpo de modelo y las caras bellas según el gusto occidental en función de un relato de humillación de quien no se adscribe a tales moldes. En una telerrealidad aferrada al componente morboso en sus construcciones, dada a fundamentar como modelo de interacción la insustancialidad de un diálogo basado en el trámite pueril de un niño de pocos años que comenzara a comprender las palabras.

El medio llega a la degradación exponencial de su discurso a través de un formato que, increíble pero a la vez comprensiblemente en los tiempos catárticos y de auto exposición pública de la intimidad del individuo en las redes sociales (no puede olvidarse que el fenómeno cultural de marras surge en tanto respuesta del medio al ímpetu de las nuevas tecnologías e internet y la consiguiente crisis de la televisión, al diluirse su supremacía en el entretenimiento hogareño), es seguido y aplaudido por un espectador cautivo y  cuyas audiencias marcan la vanguardia del rating hoy día a escala planetaria.

Cuarenta y siete años después de An American Family (PBS, televisión pública de EE.UU., 1973), bastión seminal del concepto de reality show gestado en la Europa del segundo lustro de los noventas con el primer Gran Hermano transmitido en Holanda en 1999 y luego extendido a todo el orbe, dicho formato apuesta en la actualidad con fuerza mayor por la competitividad humana: no entendida esta como aliciente a un impulso meliorativo del individuo sino en tanto anulación y liquidación moral del otro.

El momento orgásmico del reality bebe de la agonía emocional del concursante. El Coliseo catódico pide la muerte del gladiador, por lanza o comidos por los leones. La reclama (la muerte aquí, por supuesto, es el derrumbe moral del adversario o competidor), porque el constructo ideológico del formato le condicionó a tal actitud a partir de la iteración de un ideario que optó por dividir a los participantes —por inducción a los receptores—, entre seres inferiores y seres superiores.

Los vasos comunicantes de semejantes preceptos se vinculan al fascismo, las fórmulas de extrema derecha aupadas en Europa durante los mismos años de eclosión del fenómeno de la telerrealidad y la escindida y divisora percepción trumpista del mundo.

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Por consecuencia, nos encontramos frente a un producto comunicativo de esencia notoriamente reaccionaria, al menos en su vertiente confrontadora; menos explícita aunque también tangible en los realities de seguimiento a celebridades, dentro de sus mansiones y de un estilo de vida de un lujo impensable para la mayoría determinante de las personas. Representan, por ende, un espaldarazo mediático a la ideología de la desigualdad, peligrosamente vigente en un mundo que llora a pecho limpio su eliminación.

De igual manera, muchos de los programa de la telerrealidad -de forma especial la primera variante arriba aludida-, apelan a los reflejos e instintos más primarios de la especie; se valen de la pulsión escópica inherente a la raza humana para reconducir su mirada hacia un territorio éticamente reprobable y manipulan el sistema emocional de los espectadores menos cautos de forma descarnada. Y también de los propios participantes, varios de los cuales han acudido a la última opción del suicidio, tras sufrir quebrantos emocionales al ser vulnerados por una industria erigida sobre la explotación de los “descartables”, al ser ninguneados por este teatro denigrante para la sensibilidad y la espiritualidad que engrandecen e identifican a los seres humanos.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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