Climent vs el postpandrial

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Lo mío con las Matemáticas fue un desamor a segunda vista. También puede haber sucedido que yo era miope y aún no lo sabía.

Tanto que fue la única materia de la cual puedo memorizar mis notas en los cuatro años de la secundaria.

Pero bueno, imaginemos que todavía es 1973 acabándose y 1974 empezando, y el reloj marca la una de la tarde de un día de semana. Los jugos gástricos están fajados con el almuerzo, que ese día pudo ser harina de maíz, y por el ventanal que da a la plaza de la ESBEC entra un fresquito con sabor a tilo y valeriana.

Con ese coctel Molotov de la modorra cualquiera se duerme en una clase de Matemática.

A menos que usted sea descendiente directo por vía paterna del viejo Pitágoras y su madre tenga un hilo conductor con la familia Descartes. O que sueñe con el Premio Nobel de la especialidad, sin saber aún que tal pergamino no existe.

Dicen las malas lenguas, a mí no me crean, que debido a cierto desliz que tuvo la esposa del inventor de la dinamita con un tipo fascinado por la figura geométrica de la cintura de la señora Nobel y alguna de las razones de su trigonometría. Ya saben, seno, coseno y tangente.

Pero Juan Luis Climent estaba tocado con la varita de gracia de la pedagogía o vaya usted a saber. El caso es que el postpandrial no le ganaba la escaramuza a los teoremas que explicaba en aquel joven pizarrón verde.

Tan buenos recuerdos guardo de aquellas clases vespertinas y entretenidas, que aún a cada rato uso aquellas exactas palabras, seno, coseno y tangente en menesteres que nada tienen que ver con números ni raíces (cuadradas).

En el pasillo central de la ESBEC Juan Alberto Díaz, de izquierda a derecha: Mayda Capote, Nilda Calatayud (EPD), Belkys Rosales, el profesor Climent, Eva Chiang, Ileana García Rodrigues (autora de la colaboración) y Marianela Morales Calatayud. “Las niñas de Rodas”, incluidas Congojas y Cartagena.

Dos de las fotos al pie de esta crónica pequeña, como toda imagen que se precie de serlo son mil palabras que hablan de la buena química de Climent con sus pupilos de décimo grado en la primera ESBEC cienfueguera, sin que el respeto sufriera un ápice de menoscabo.

A veces a uno se le queda una frase en la memoria permanente, sin estar referida a un hecho trascendente. De esa colección de momentos nimios que permanecen en una neurona blindada tengo una oración del protagonista de esta historia.

Era un atardecer de domingo y algunos de los afines, lo más probable esos que aparecemos en una de las fotos, merodeábamos sin nada que hacer cerca de la caseta por donde bajaba la electricidad desde la red trasmisora a la cablería de la escuela y él nos dijo: “Tengan cuidado que ahí está el voltaje que da al pecho”.

Aquel profesor de apellidos poco comunes, con el tiempo me enteré de su Garrastacho materno, era (re)conocido además por ser el esposo de Nereida (DLTG), la profesora de Educación Física, una mujer encantadora en toda la acepción de la palabra.

Y si empecé por la Matemática como leitmotiv, permíteme recordar a quien había sido mi profesor en los tres cursos anteriores. Un hombre bueno, de pequeñísima estatura y pulgas bastante malas, y dueño de una leyenda que era digna de admirar. En 1961 allá por un campo de Camagüey, cuando posiblemente ya rebasara la treintena, aún los números le eran ajenos. Y lo peor, las vocales y las consonantes también.

Ah, se me olvidaba. Mis notas en Matemática, 70, 70 y 71, por ese orden de séptimo a noveno, con Ardelio Travieso (EPD) seguro buscándome unas décimas para que “raspara”. Ochenta y cinco con Climent en Carmelina. Como si fuera mi Cum Laude particularísimo con aquel desamor a segunda vista.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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