Caso Gancho (I)*: La historia epilogada detrás de una foto

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Tres hombres descienden por la escalerilla de una nave en cuyo fuselaje se lee Empresa Consolidada Cubana de Aviación. Es un Britania, marcado con la identificación comercial CUT 824, que acaba de posarse sobre la pista del aeropuerto militar de Playa Baracoa, al oeste de La Habana.

El reloj marca las siete y media de la mañana, segundos más, segundos menos, y es martes 23 de abril de 1963. La revista Bohemia apura la jornada de cierre de su edición semanal que verá la luz el viernes, pero le reservará una cuña a la noticia que baja por la escalerilla.

La nave aérea fletada por la Cruz Roja que acaba de cumplir el trayecto iniciado en Cayo Hueso, había bordeado dos minutos antes la línea hormigonada del Malecón para cumplirle un deseo al principal protagonista de la historia que llevaba a bordo.

Los tres hombres que descienden sus alegrías por la escalerilla, en realidad son cuatro, pero el disparo del fotógrafo de Bohemia deja para la posteridad solo a los tres primeros de la fila india, visten camisas blancas de mangas largas remangadas y corbatas oscuras a la moda. La temperatura de la naciente primavera insular hace innecesarios los sacos, que dos de los pasajeros llevan doblados sobre sus brazos izquierdos mientras desembarcan, más vestidos de júbilo que de telas.

El primero de la pequeña fila descendente; sobre quien, además del objetivo de la cámara, están posadas todas las miradas recibidoras, aprieta la innecesaria prenda invernal contra su costado derecho. El brazo izquierdo, el único que tiene, lo reserva para los saludos desde lo alto y los estrechones que le esperan.

A sesenta años de aquella mañana abrileña aún se nota cómo el hombre cuarentón quiere que los escalones que le separan de los brazos extendidos del padre le resulten leves. Y aunque no salen en la instantánea se adivinan las dos palabras que está a punto de gritar:

¡Viva Fidel!

Ni tampoco el coro que con música de vítores le responde con la consigna nacida con rabia del alma de hierros retorcidos y cuerpos despedazados del vapor La Coubre: ¡Patria o Muerte! ¡Venceremos!

La Guardia de Honor rinde los respetos propios de la ocasión con un toque de solemnidad militar.

El padre de los brazos abiertos había querido viajar a Cayo Hueso para ser parte del vuelo liberador, pero con “esa dulzura que tiene” Celia Sánchez le había contenido las ansias con un escueto, “Estate quieto, Jacinto”.

Los pasajeros dos, tres y cuatro respondían por los nombres de Roberto Santisteban Casanova, Antonio Sueiro y José García Orellana y actuaban de acuerdo a los cánones de la discreción que fija la diplomacia. Antes de viajar a Cayo Hueso, antesala de su libertad, guardaban prisión en la Federal House of Detention, acusados por el FBI del presunto delito de intentar dinamitar edificios y servicios públicos en Nueva York.

En realidad, en Playa Baracoa también descendió del CUT 824 un quinto viajero, el célebre abogado neoyorquino y negociador internacional James B. Donovan, cuya vida sería digna de una película de Steven Spielberg (*). Pero esa es otra historia.

Pero esta narración no sería tal sin el hombre que se robó los focos de la atención en el peculiar desembarco aéreo, el que venía de pasar en los últimos dos años y medio por las cárceles Las Tumbas (Nueva York), Sing-Sing, Arica y Green Harbor.

El guajiro nacido entre los cañaverales que rodean a Santa Isabel de las Lajas. El que solo por dos meses no pudo asistir al homenaje inmenso y póstumo a su coterráneo Beny Moré. El hijo de Jacinto Molina Clavelo. El hombre y sus circunstancias, episodios de la vida posterior en La Habana de los 40-50 y los Estados Unidos, de los que no se siente particularmente orgulloso.

Como sí lo estaría siempre de su presencia en el restaurante neoyorkino El Prado, en la media tarde del 23 de septiembre de 1960, cuando un piquete de enemigos de la joven Revolución, compuesto en su mayoría por recién llegados de Miami, pensaba boicotear la presencia del primer ministro Fidel Castro ante la Asamblea General de las Naciones Unidas.

Ya para entonces un accidente le había cercenado el brazo derecho a Francisco Molina del Río, que para muchos dejó de ser el Pancho de su infancia en los campos lajeros, para asumir la identificación de El Gancho y convertirse en carne de titulares periodísticos y en lágrimas de la familia de Jacinto, quien en las mimas fotos de la mañana de fines de abril en Playa Baracoa, aparenta bastantes más años de sus reales cincuenta y nueve. (CONTINUARÁ)


(*) El puente de los espías, 2015.

Nota: Esta historia nace del perseverante interés de Cándido Castellón Molina, capitán de fragata en retiro de la Marina de Guerra Revolucionaria, y primo del protagonista, quien acompañó a Jacinto Molina en el recibimiento de su hijo Pancho.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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