Calle de Santa Isabel, una novia con traje de adoquines

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Si como las palmas, las calles fueran novias que esperan, yo le hubiera ofrecido mil serenatas a la de Santa Isabel.

Ni yo mismo podría explicar las razones de mi amorío callejero, aunque las buscara bajo la pétrea piel de sus adoquines sobrevivientes. A fin de cuentas a los enamoramientos no es preciso buscarles fundamentos. Mejor darle buenas alas a la mística, que ya el viento se encargará.

Será porque es el cauce perfecto por donde la mirada fluye serenísima para desembocar en las aguas mansas de la bahía, tras breve estancia en el muelle de la Real Hacienda. Ese espigón de cementos carcomidos por el salitre que Humberto Solás estampó en la historia visual nacional, segundo cuento de Lucía mediante.

La pandemia también deja sus llagas en el cuerpo de la calle que fuera la del más obligado tránsito de las autoridades coloniales españolas, al rozar con su trazado el costillar izquierdo del edificio del antiguo Ayuntamiento.

Comerciantes hispanos y criollos y viejos lobos de mar confluían en el tránsito peatonal por las cuatro cuadras que enlazan la puerta marítima con la plaza mayor. Calesas, volantas y quitrines completaban el ajetreo de la locomoción Santa Isabel abajo, Santa Isabel arriba.

Calle de Santa Isabel, vista al norte desde la calle La Mar, grabado anónimo de finales del siglo XIX o principios del XX.

Antes del marzo parteaguas de 2020, Santa Isabel se había ganado la condición de corredor cultural de la ciudad, confluencia de una pasarela artesanal a pleno sol del Caribe, pequeñas galerías de arte y las siempre fotografiables estatuas vivientes. Por cierto, ausencia que se extraña en el paisaje humano de la ciudad.

Y la vida nocturna había encontrado un espacio de intercambio para músicos, teatristas callejeros, y otros creadores en el entorno portuario de un sitio que inscribió su nombre en la toponimia citadina del siglo Veintiuno, La Piña Colada.

En el paisaje físico de la calle renombrada Veintinueve hace más de 60 años, y que en un tiempo más atrás también fue de Martí, si aún el Muelle Real fuera punto de desembarque, el recién llegado caminante que transitara en complicidad con la brújula tendría en el campanario de la Catedral el punto de referencia más válido para ubicar el corazón de la ciudad antigua.

Por si fuera poco, desde un mirador santaisabelino un día sí y otro también Jany Enseñat caza con su rifle Nikon de repetición unos atardeceres antológicos.

Y alguna que otra tromba marina.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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