Age of Iron o la enfermedad de un legado corrosivo

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Entre los rasgos generales que caracterizan la mejor prosa de John Maxwell Coetzee (Sudáfrica, 1940), es el hecho de otorgar vida en sus textos a criaturas humanas plagadas de conflictos; muchos de ellos asociados a los problemas de la vejez y las complejidades interiores, que son alimentadas —en su mayoría—, por el tipo de contexto en el cual se desarrollan las narrativas.

Hemos sido partícipes de ello, sobre todo, con In the heart of the country, Waiting for the barbarians o Disgrace, obras indispensables que advirtieren el principal ángulo crítico del Premio Nobel sudafricano.

La edad de hierro (Age of Iron, 1990) se cuela también en ese cuadro, auxiliándose de los padecimientos de la protagonista para denunciar en tono figurativo al régimen del apartheid que asoló al país austral desde mediados del siglo XX hasta, justamente, el año en que fue publicada la obra.

El texto —ejemplo notable de novela poscolonial— choca de frente con ese legado nefasto, al exponer desde la perspectiva de la Señora Curren, a una nación víctima del sometimiento extranjero, la expoliación y una vergonzosa discriminación étnica, cual virus incurable que continúa aniquilando vidas en los rincones del mundo.

Curren, profesora jubilada y diagnosticada con cáncer óseo terminal, es la criatura (im) perfecta coetzeana para contar sus avatares mediante una carta a la hija, que vive desde hace años en los Estados Unidos.

“Una vieja, enferma y fea, agarrándose a lo que le queda”, va escribiendo en una misiva que huele también a testamento, rencores y despedida.

Pero de la misma forma le narra que “(…) cuando camino por este país, por Sudáfrica, tengo cada vez más la sensación de estar caminando sobre caras negras. Están muertas, pero sus espíritus no las han abandonado”.

Coetzee sabe que la enfermedad colonial se filtró también al suelo patrio y la representa espléndidamente como una metáfora de la invasión, a través del cuerpo corrompido de Curren.

“Si me abrieran me encontrarían hueca como una muñeca, una muñeca con un cangrejo sentado dentro relamiéndose, deslumbrado por la llegada de la luz”, expone mientras la imagen del “bicho” va in crescendo y haciéndose más innegable durante los últimos capítulos.

Al unísono, se teje una turbación intrínseca que va cebándose poco a poco: “La acumulación de toda la vergüenza que he sufrido en mi vida me ha provocado cáncer. Así es como empieza (…): el cuerpo se vuelve maligno de tanto sufrir asco de sí mismo y empieza a roerse a sí mismo”.

De tal manera es como Coetzee expone y dibuja los contornos insospechados de la culpa; su criatura se siente oprimida también por lo que ella representa: una mujer de raza blanca, esa que ha desflorado a una nación negra durante décadas mediante un etnocentrismo letal, en el que se agitan los restantes personajes de la obra.

No resulta una lectura de lagrimones, todo lo contrario. Es un discurso poderoso, consciente, firme, bien elaborado, que observa con cejas fruncidas las consecuencias de un neocolonialismo rastrero y con tenazas, que siempre ha dirigido su “juego” desde fuera con billetes y monedas; pero que en definitiva destruye los tableros y el interior de cada pieza.

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Delvis Toledo De la Cruz

Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Central "Marta Abreu" de Las Villas en 2016.

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