Un silencio que habla desde las profundidades
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El mar, a veces, guarda secretos demasiado graves, historias que ninguna ola puede borrar. En las profundidades del Caribe, frente a las costas de Barbados, yace el silencio roto de un avión Douglas DC-8, que realizaba el vuelo CU-455 de Cubana.
Allá abajo, entre corales y sombras, reposan aún los ecos de 73 voces truncadas, 73 personas inocentes que nunca alcanzaron la orilla.
Ahora mismo, al evocarlas, irremediablemente se piensa en qué sintieron esas vidas cuando el mundo comenzó a desmoronarse a su alrededor: si miraron por la ventana buscando un último destello de esperanza, si apretaron la mano del compañero de asiento, si pronunciaron en voz baja el nombre de sus padres. El mar sabe, pero no puede hablar.
Era el 6 de octubre de 1976. El cielo, que minutos antes era un camino de regreso a casa, fue convertido, por cobardes terroristas, en una trampa mortal. Cincuenta y siete cubanos, 11 guyaneses y cinco coreanos emprendieron sin saberlo su último viaje. Entre ellos, estaban los 24 integrantes del equipo juvenil de esgrima de Cuba que había triunfado inobjetablemente en el Campeonato Centroamericano, representando a un país y sus sueños. Llevaban en sus maletas, no solo medallas, también cartas de amor por escribir, promesas por cumplir, deseos del futuro. Qué cruel paradoja: venían de ganar todas las medallas y perdieron, de pronto, hasta la posibilidad del mañana.
Heroísmo en cabina
En la cabina de mando de la aeronave dos hombres libraron su batalla final contra el destino. Wilfredo «Felo» Pérez y Miguel Espinosa Cabrera no se rindieron. En las cajas negras, el tiempo quedó congelado en sus voces. «¡Cierren la puerta, cierren la puerta!», ordenaba el capitán Pérez, en un intento por dominar el caos mientras la muerte respiraba en su nuca.
Qué imagen tan desgarradora: esos hombres sabiendo que volaban hacia el abismo, pero cumpliendo hasta el final con su deber de salvar vidas.
Y luego, ese grito que atraviesa las décadas y nos estremece cada vez que lo escuchamos: «¡Pégate al agua, Felo, pégate al agua!». La voz de Espinosa no era de derrota, era de entrega final.
Finalmente prefirieron estrellarse contra el mar antes que llevar la muerte a una playa llena de bañistas, los que, por cierto, vieron cómo el avión envuelto en humo entraba para siempre en el océano. Tanto Espinosa, de 47 años, como Felo, de apenas 36, nos dejaron una lección de dignidad escrita con fuego en los cielos.
Terrorismo suelto
Detrás de esta atrocidad no hubo un acto espontáneo, claro. Fue una conspiración fríamente calculada. Los autores intelectuales, los terroristas Luis Posada Carriles y Orlando Bosch Ávila, urdieron el plan en Caracas. Para la ejecución material, emplearon a los venezolanos Hernán Ricardo y Freddy Lugo, quienes colocaron los dos explosivos a bordo.
La confesión posterior de los propios ejecutores no dejó lugar a dudas sobre la autoría. Actuaban como agentes a sueldo de una maquinaria de terror cuyo único objetivo era sembrar el miedo y golpear a Cuba, sin importar el costo en vidas inocentes. La maldad se había organizado con nombre y apellidos.
La justicia, sin embargo, resultó esquiva y la impunidad tendió su manto largo. Los autores materiales recibieron condenas (no tan severas), pero los cerebros del horror lograron evadir una condena plena. Luis Posada Carriles, en una fuga más que dudosa, burló a las autoridades venezolanas. Orlando Bosch Ávila fue absuelto bajo argumentos técnicos. Ambos anduvieron calles de lugares que es mejor no recordar, murieron en sus camas sin pagar el crimen.
La sombra más larga estuvo en la complicidad: documentos desclasificados de la CIA revelarían años después que Estados Unidos tenía inteligencia concreta de avanzada, tan temprano como en junio de 1976, sobre planes de grupos terroristas cubanos exiliados, de atacar con una bomba un avión de línea de Cubana. ¿Se hizo algo para impedirlo?
Miles de familias cubanas han sufrido en estas décadas el peso de los actos terroristas a manos del imperialismo.
El dolor se multiplica
Todavía, 49 años después de aquel terrible 6 de octubre, duele el acto de terror, duele saber que padres quedaron sin su único hijo, que varios hijos quedaron sin su padre o su madre, que hubo decenas de cuerpos sin aparecer en el océano, que de otros pocos apenas se encontró una mano, un fragmento, una supuesta pertenencia.
Aún nos duele la historia de la embarazada que se había ilusionado con su futuro retoño y fue asesinada por aquellas bombas, la de los progenitores que renunciaron a vivir cuando supieron que su hija había muerto, la de esgrimistas que no pudieron enseñar las medallas a sus familiares.
«No podemos decir que el dolor se comparte. El dolor se multiplica. Millones de cubanos lloramos hoy junto a los seres queridos de las víctimas del abominable crimen. ¡Y cuando un pueblo enérgico y viril llora, la injusticia tiembla!», diría Fidel el 15 de octubre de 1976, en conmovedor discurso, pronunciado en la Plaza de la Revolución, en el acto de despedida del duelo de las víctimas.
Epílogo
Cada 6 de octubre algunos encienden velas que el viento intenta apagar, pero la llama de la memoria persiste. Otros colocan flores frescas en el mármol donde están grabados los nombres de sus seres queridos. Acarician esas letras como si pudieran sentir el calor de la piel ausente. Es un ritual de amor que el tiempo no ha podido erosionar. Porque el amor, al final, es más fuerte que la muerte y que cualquier bomba.
Porque al final el dolor solo puede atenuarse uniéndonos en el homenaje sin formalismos, condenando el terror en todas sus variantes, andando en el tiempo sin odios, pero sin olvido.
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