Un crimen español en la playa de Marsillán (y en Semana Santa)

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El piquete español coloca al reo debajo de un árbol de poca fronda y demasiada tristeza, de los llamados jaimiquí. En la marisma de Marsillán había otro casi gemelo, a cincuenta metros del que sirve ahora de patíbulo a Leopoldo Díaz de Villegas y Díaz de Villegas, a las siete en punto de esta mañana del 4 de abril de 1871. La descarga cerrada de la fusilería española le arranca de cuajo la última sílaba del ¡hurra! con que los patriotas cubanos se despiden de la vida en similares circunstancias.

Tenía el muerto veinte años, seis meses y tres días de exacta edad. Y era martes de Semana Santa.

Leopoldito nació en cuna blanda. Sus padres, don Juan y doña Adelaida eran primos. Ella nieta de Agustín de Santa Cruz, el hacendado que ya fabricaba azúcares en su ingenio Candelaria cuando Luis D’Clouet vino a fundar la villa de Fernandina de Jagua y aceptó las trescientas caballerías del hato Caunao donadas por el primer benefactor del poblado en ciernes.

Juan Díaz de Villegas fue el alma visible del movimiento separatista en Cienfuegos y los cronistas de la época coinciden en catalogar al dueño de la hacienda Santa Isabel como el hombre más querido de la comarca.

El único varón de los Díaz de Villegas y sus hermanas, Antonia y Rosalía, crecieron escuchando la anécdota del día de julio de 1848 en que el padre colocó las riendas de Macepa, su caballo favorito, en manos del conspirador Narciso López, quien tras épica cabalgata puso tierra por medio de la persecución española hasta que pudo embarcar por Cárdenas rumbo a Estados Unidos.

La fortuna familiar, sin emular con las nacientes dinastías de sacarócratas y comerciantes de Cienfuegos, la villa emergente de la centuria mediada, bastaba para ciertos lujos, como el de enviar al heredero adolescente a estudiar en uno de los colegios politécnicos de más alcurnia en Alemania.

Hasta tierras teutonas llegó el clamor de la revolución cespediana gritada con un badajazo en La Demajagua y el joven Leopoldo orientó la brújula de la existencia hacia el punto cardinal donde flameaba la llama de la libertad.

Desembarcó en Cienfuegos cuando su padre ya había sido protagonista del alzamiento villareño de principios de febrero de 1869, a la cabeza de los complotados de esta ciudad, entre ellos los hermanos Fernández Cavada y Howard.

Solo dieciséis días permaneció en el hogar el hijo del ya general mambí Juan Díaz de Villegas.

Quizá sea muy niño todavía, mi padre tal vez no me aceptará; pero el general tendrá que aceptarme como recluta”.

Así pensaba Leopoldo la noche antes de marchar a los campos de Cuba Libre, cuando escribía la esquela de despedida a doña Adelaida. “Mamá Adela perdóname las lágrimas que mi partida te causarán, voy donde debo estar, al lado de mi padre”.

“Solo lo siento por tu madre”, fue el único reproche del progenitor al abrazar al nuevo soldado de la libertad.

Principios de febrero de 1871. Las fuerzas de la División Cienfuegos, sin pertrechos para hacer la guerra en su territorio, acampan en el cuartel general de Las Playitas, muy próximo a donde brota el primer manantial del Hanabanilla, mientras esperan para marchar al Camagüey en procura de bastimentos bélicos.

El Chico Valladares, antiguo arrendatario y protegido de don Juan, pide autorización al mando para ir a la búsqueda de insurrectos dispersos por el valle de la Siguanea. Asegura que en tres días estará de vuelta con los rezagados. Las setenta y dos horas le sobran para consumar la traición. Presentado en el fuerte español de Plato de Palo, asegura a los colonialistas la entrega del general cienfueguero.

En la vereda de El Novillo sorprende al hijo en lugar del padre. Se iniciaba el Vía Crucis del muchacho candidato a mártir. El 23 de marzo lo traen a la cárcel de Cienfuegos. Rabioso por la derrota de los Chapelgorris en Sancti Spíritus a manos del general Villamil, mambí gallego por más señas, el conde de Valmaceda telegrafió a Cienfuegos para que pusieran a Leopoldo en capilla.

La madre y las hermanas residían por la fecha en Kingston. Tiempo después, cuando, enfermo, el general don Juan arriba a la ciudad jamaicana, doña Adelaida pregunta mientras besa: ¿Y Leopoldo? ¿Cómo es que te separaste de él, Juanillo?

– Leopoldo se quedó en Cuba: nadie lo separará de su tierra. ¡Dichoso él!

Pasarían tres años para que la madre conociera del destino del hijo bajo un árbol escaso de fronda y generoso en tristeza, mientras el sol se avergonzaba de encender la mañana del “martes santo” en el playazo de Marsillán.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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