Rabia: un hombre lobo (diferente) en México

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Atendible representante de cuanto pudiese conceptualizarse como una suerte de cine de terror social, el realizador mexicano Jorge Michel Grau, desde Somos lo que hay (2010) a la actualidad, ha construido sugerentes metáforas sobre el monstruo interno que puede guarecerse en cualquier familia, a partir de un grupo de circunstancias de contexto que convocan a la irrupción de ese ente maligno que devora y consume. En lo físico y también en la psiquis.

Si en la antes mencionada ópera prima puso a habitar esa instancia malévola en la configuración argumental de una historia que se acercaba al vampirismo a través de los caníbales, en Rabia (2023), segundo título de una trilogía, se aproxima al hombre lobo a través de la esquizofrenia, según las propias palabras del director.

En realidad, la licantropía en Rabia no ha de perfilarse de acuerdo con la normativa hollywoodense y el canon anglosajón en sentido general, de la Universal a la Hammer. No, aquí opera en tanto metáfora de la desesperación ante la pérdida sentimental (si en Somos lo que hay el padre era la figura ausente; aquí es la madre) y la violencia social, expresada en la hostilidad vecinal reinante.

Tal escenario de desasosiego, unido a la ausencia de herramientas para cuidar a su hijo pequeño, provoca en el personaje central una inestabilidad psicológica que, paulatinamente, irá acentuándose más hasta alcanzar el paroxismo, reflejado este a través del ataque a quienes le importunan en el barrio donde vino a guarecerse del dolor tras la pérdida de su esposa. Tal comunidad, cercada, remite a otra valiosa película mexicana como La zona (Rodrigo Plá, 2007).

Dichos ataques son sugeridos a través del fuera de campo, mediante elipsis, contraplanos o planos de información incompleta, que inducen pero no muestran. Salvo uno, en las postrimerías, el único que conecta al filme, acaso, con el imaginario de cuánto podría asumirse como una película de hombres lobos.

La anterior constituye una de las tantas virtudes de este sólido ejercicio formal/narrativo, donde Grau articula una permanente y muy bien definida atmósfera de tensión, cuyo éxito lo definen los siguientes elementos: el empleo del vacío en el espacio, desde el punto de vista de cómo lo rentabilizan la fotografía y el montaje, en tanto instancia generadora de desazón; la crispante música (aunque por momentos comete el error de comerse a la narración), en tanto resorte garantizador del clima de suspenso; el aura de extrañamiento y la actuación de los dos personaje principales.

Incluyo la interpretación, porque resulta impresionante la capacidad de Juan Manuel Bernal (Alberto, el padre) y Maximiliano Nájar Márquez (Alan, el niño) para contribuir al voltaje que alcanza dicha atmósfera: el primero, a través de su mirada, de la forma cómo exhala a la manera de una bestia adolorida que lucha por contener su rabia. Espejo la misma a su vez de la furia social que lastima a México, presa de la violencia fratricida derivada de modelos neoliberales que enquistaron la pobreza, el narcotráfico, el crimen…El hombre, lobo del hombre. Fílmica y literalmente.

El segundo, porque a través de sus ojos, de su percepción, el espectador descubre el pavor, la oscuridad cotidiana que se cierne sobre su hogar, la muerte, el exterminio. También, un exterminio muy personal, al cual lo convoca la tradición del mito licántropo, y además los vecinos: esa sociedad que impele, salva o aniquila.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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