¿Quemar la niñez?
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Julita, Yosbel, Alfonsito, Orieta, Amarilys… Siempre que viajo a mi niñez, en las horas nostálgicas de cualquier día, sus nombres relucen entre tantos recuerdos empolvados. Ellos adoquinaron las calles que, desde pequeño, comencé a desandar, en el afán de descubrir quién era y qué sería. Más allá de las lecciones de Historia de Cuba o Literatura, dejaron una huella perdurable en la formación que recibí, a la cual vuelvo a ratos para no extraviarme en el camino.
Debí evocarlos otra vez aquella mañana, cuando, de paso frente a un Círculo Infantil, presencié una escena que me llevó a pensar en las arterias espirituales por las cuales conducimos hoy el porvenir de los más pequeños. La educadora prendió la bocina portátil para deleitarse con un pedestre tema de reguetón, lleno de obscenidades y lenguaje onomatopéyico, que los infantes a resguardo suyo quizás no entendían, pero escuchaban.
Al margen de gustos musicales que para nada pretendo demonizar, solo los vacíos culturales generan tamaña falta de sentido común. De otro modo, cómo podríamos explicar el hecho que una docente, en quien los padres depositan toda la confianza para el cuidado y enseñanza de sus niños, someta a estos a la peor vulgaridad, cuando apenas logran dar los primeros pasos y balbucear algunas palabras. Al escribir que la educación de los hombres y mujeres es la forma futura de los pueblos, Martí nos hizo saber cuán responsables somos de nosotros mismos.
Probablemente acostumbrados ya a episodios análogos —los cuales proliferan sobre todo en las fiestas escolares, con niños y niñas estrenando movimientos eróticos mientras son grabados por los adultos—, restemos valor a un tema que compromete a las instituciones educativas. Si los consumos culturales a los cuales se exponen los menores en la familia y la comunidad no son los más apropiados, corresponde a la escuela instruirlos en lo mejor, en lugar de consentir que les roben la infancia y ceder espacios a la maleza.
El panorama de la música para niños en Cuba es tan rico y diverso que resulta imperdonable que en círculos infantiles y centros educativos de la enseñanza primaria se amplifique acríticamente la canción más grosera del momento, cuando sobran a mano los repertorios de Rosa Campo, Teresita Fernández, Liuba María Hevia, Rita del Prado, el Dúo Karma y otro grupo de autores. Nada justifica que la educación institucionalizada sea cómplice de quemar etapas, en vez de controlar el fuego que amenaza con devorar la inocencia.
La niñez debe celarse con igual devoción a la de mis primeros maestros, quienes supieron mantenerla lejos de las modas aberrantes. Al repasar esa suerte, de la cual muchos gozamos, nunca olvido que, a los cinco años, aprendí a leer con el libro de La Edad de Oro. Ahora me pregunto cuántos niños y niñas, que reproducen y bailan el reguetón de turno, siquiera conocen de su existencia.
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