Que Bad Bunny sea rey nos dice que somos siervos

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Los poderes hegemónicos construyen e instauran sus narrativas a partir de dispositivos ideológicos cuya quintaesencia consiste en trastocar o revertir totalmente las instancias de valor ancladas a ese ente supremo que ya, en este universo líquido de la actualidad, suprimen o convierten en mera entelequia: la verdad.

El mercado artístico también forma parte del poder hegemónico. Constituye uno de sus más potentes brazos, con la música en tanto una de sus banderas fundamentales. Al poder le conviene adormecer a las grandes masas cautivas de receptores, mediante propuestas sonoras borreguiles que no despierten provocación ideológica alguna contra los paradigmas establecidos.

La anulación de la capacidad de crítica política o social del repertorio de, digamos por ejemplo, el reguetón o el género urbano en general es “compensada” mediante la ponderación de su iconoclastia compositiva (esto es la procacidad, transmutada por los arúspices de la mercadotecnia en “desenfado” de sus líneas), la que legitiman cual suerte de proyección de las grandes masas a las que supuestamente e el género representa o identifica.

Siempre será preferible que los públicos obnubilados entonen un cántico soez que uno contra-sistema. De ese modo el enojo se re-significa en ofensa, misoginia o ataque al prójimo. Por tanto, queda neutralizado su potencial de transformación. La hegemonía, feliz.

En consecuencia, que el género representa o identifica al pueblo resulta una de las grandes construcciones ideológicas entronizadas por el mercado. El perfecto sofisma. Todo lo contrario: nunca será la voz del pueblo la letra de un género que, aupado por el poder, desdice de las legítimas reclamaciones históricas de abarcadores conglomerados populares a la manera de América Latina, la región más desigual del planeta. Nunca serán la voz del pueblo esos multimillonarios, con su existencia de opulencia y hedonismo, entre juergas, drogas y excentricidades.

A excepción de algunos temas del desaparecido dúo Calle 13 u otros contados exponentes, jamás se verá en el esquema de los principales espectáculos de premios musicales del sistema o en la agenda de las grandes casas discográficas a representantes del “urbano” que vayan contra quienes les da de comer. Así, mientras Colombia se desangraba durante el gobierno de Iván Duque, Maluma o J. Balvin no emplearon un segundo de su tiempo para impugnar al protegido de Washington en Suramérica. Así, mientras Puerto Rico se sumía en la crisis, la corrupción y los apagones, jamás Farruko entonó algo en contra del gobierno de la colonia estadounidense del Caribe….

En cambio, estos personajes, quienes lamentablemente poseen legiones de admiradores e inyectan su vitriolo pagado e impostado a no pocos de ellos, sí apoyan la narrativa de demonización contra Cuba, por lo cual resulta común verlos solidarizados con la contrarrevolución miamense engalas o premios.

Otro de los emblemas del controvertido género, Bad Bunny, fue recién anunciado como “el  artista que más se escucha en Spotify por tercer año consecutivo”. Los Grammy Latinos u otros de la industria le han prodigado infinidad de lauros. Los estadios y teatros se abarrotan en los conciertos organizados por su multinacional disquera.

Cualquier oyente que se haya preciado de escuchar música, cualquier tipo de música, en su vida, pero preferiblemente la que deja una huella en el espíritu del receptor en virtud de su sensibilidad, lírica, armonía y letra, sabe bien que este sujeto ni es músico, ni creador, ni artista.

Es tan solo un ente con un micrófono y un fortísimo respaldo mediático-financiero de los emporios corporativos que definen el mercado y controlan los gustos. Es tan solo un señor sin ética ni conmiseración con la dignidad de sus escuchas, que compone y verbaliza anatemas promocionados como números musicales. Alguien quien confunde a la juventud y responde a cuanto le ordenan sus mentores (es de “identidad binaria” “machón” o “contestatario”, según sea conveniente), sin criterio propio, obsecuente con el dictado hegemónico.

Su misión, eso sí, la cumple harto bien: adormecer a las juventudes y hacerles pensar que siguen a un rebelde, en vez de a un peón que obedece a la voz del amo y lo define la sumisión, como a buena parte de sus compañeros del género más manipulado del universo.

Esta artísticamente retrógrada figura tuvo la oportunidad histórica de redimirse de la indecencia supina de su repertorio mediante su reciente título, El apagón. Sin embargo, no lo hizo. Sería iluso pedirle a alguien de la categoría moral e intelectual de Bad Bunny aludir en su tema musical a Luma Energy, la empresa norteamericana que, lejos de resolver el problema, desde que está al frente del sistema energético de la nación solo se limitó a convertir a los isleños en los que más caro pagan la luz entre todos los estados norteamericanos.

Sería ingenuo pedirle a Bad Bunny (sí, ya sé que el clip lleva un documentalito “crítico” de una periodista integrado) referirse al abandono en que se encuentra sumido el país, la corrupción total, la quiebra del sistema público, el desprecio de Washington, su “ayuda del papel sanitario”, los largos años de apagones debido a la falta real de interés por solucionar la vicisitud…

Pero cuanto sí no sería iluso era pedirle -al menos- que mostrase un mínimo de respeto con el público, en un texto de carácter semejante. Mas ni así. En medio de una letra de presuntas reivindicaciones sociales, de supuesta denuncia, esta persona tararea ¡25 veces seguidas¡ lo siguiente: “Me gusta la chocha de Puerto Rico”. Denigrante, repulsivo. Literalmente, al hacerlo defecó sobre su canción, pero además sobre la bandera de su colonizada patria.

Eso es cuanto puede esperarse del rey de las prefabricadas preferencias musicales del planeta. Muy confundidos andamos en este mundo cuando tantos se dejaron convertir en sus siervos.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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