Martí y la batalla contra el racismo en Cuba

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“La paz pide los derechos comunes de la naturaleza; los derechos diferenciales, contrarios a la naturaleza, son enemigos de la paz. El blanco que se aísla, aísla al negro. El negro que se aísla, provoca a aislarse al blanco.”
José Martí

 En la Cuba colonial del siglo XIX, la sociedad estaba profundamente marcada por la herencia de la esclavitud y las rígidas jerarquías raciales. En este contexto, la lucha independentista no solo era un proyecto de liberación nacional frente a España, sino también un complejo desafío social interno. José Martí, con una lucidez extraordinaria, comprendió que una revolución que no integrara plenamente a todos los sectores de la población, especialmente a los cubanos de ascendencia africana, estaría condenada al fracaso o, peor aún, reproduciría las injusticias del sistema colonial. Su visión de la futura república descansaba sobre un pilar ético irrenunciable: la unidad racial.

El ensayo “Mi Raza”, publicado en 1893, es el manifiesto político y moral donde Martí condensa su pensamiento antirracista. Lejos de ser una declaración retórica, es una argumentación filosófica profundamente radical para su tiempo. La famosa frase “hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro” no es una simple negación de las diferencias, sino una afirmación superior: la de la humanidad común que trasciende el color de la piel. Para Martí, insistir en la división racial era, a la vez, un error táctico catastrófico (miopía política) y una traición al alma de la nación que querían crear (pecado contra la patria). Ambas cosas eran, en su visión, inseparables.

Martí no se limitó a combatir el racismo evidente y brutal, sino que desmontó con igual vehemencia los prejuicios solapados y las “razas de librería” – su término para describir el racismo pseudocientífico importado de Europa. En “Mi Raza”, argumenta que el cubano ya era, por naturaleza histórica y cultural, un ser mestizo. Por lo tanto, cualquier intento de establecer una jerarquía basada en el origen era artificial y antinatural. La verdadera cubanidad, en su proyecto, se forjaría en el crisol de la lucha común y la fraternidad en el campo de batalla.

Esta postura no era una mera teoría. Martí la tradujo en una práctica política consciente y metódica. Como fundador y líder del Partido Revolucionario Cubano (PRC), trabajó incansablemente para integrar a los veteranos mambises de color en la dirección del movimiento y para reclutar activamente entre las comunidades afrodescendientes, tanto en la isla como en el exilio. Su labor tenía un objetivo doble: ganar la guerra necesaria y, al mismo tiempo, asegurar que los que luchaban por la libertad fueran reconocidos como ciudadanos plenos en la paz.

La figura del General Antonio Maceo, el “Titán de Bronce”, es emblemática en este esfuerzo. Martí no solo reconoció su valentía militar, sino que lo elevó como un símbolo de la capacidad y el liderazgo que no tenían color. La estrecha colaboración entre el intelectual blanco y el guerrero mulato era la encarnación viviente del ideal martiano. Era la prueba tangible de que la nueva nación se construiría con el esfuerzo y el talento de todos sus hijos, y que el mando se ganaría por el mérito, no por el linaje.

La guerra de independencia, en la concepción martiana, fue concebida como el gran espacio de socialización donde se forjaría esta nueva identidad nacional sin distinciones raciales. En la manigua, en el Ejército Libertador, blancos y negros compartirían penalidades, victorias y el mismo sueño de patria. Compartir el sacrificio supremo era, para Martí, el antídoto más poderoso contra los viejos rencores y el mejor cimiento para la república venidera. La libertad de Cuba y la igualdad racial eran dos caras de la misma moneda.

Sin embargo, este proyecto de unidad chocó con una realidad trágica e inesperada. La muerte de Martí en Dos Ríos en 1895, y la posterior intervención norteamericana, truncaron la posibilidad de que su visión ética dirigiera plenamente la transición hacia la república. El racismo estructural no desapareció mágicamente con la independencia, como lo demostraron las dolorosas experiencias del período republicano, incluyendo la brutal represión contra el Partido Independiente de Color en 1912. La república que nació no logró cumplir a cabalidad con el sueño de integración martiano.

No obstante, el legado de su pensamiento antirracista perduró como un faro ético y un reclamo permanente. Su idea de una “nación para todos” se convirtió en un pilar fundamental de la narrativa nacional cubana, invocada por todos los proyectos políticos posteriores. En el siglo XXI, cuando los debates sobre la racialidad y la justicia social siguen vigentes no solo en Cuba sino en toda América, las palabras de “Mi Raza” resuenan con una fuerza sorprendente. Su llamado a mirar más allá del color de piel para ver la esencia humana sigue siendo un desafío revolucionario.

En definitiva, el antirracismo de José Martí no fue una postura accesoria o un gesto de buena voluntad. Fue la piedra angular de su proyecto de país, el requisito indispensable para fundar una república viable, justa y verdaderamente soberana. Al visualizar una Cuba “con todos y para el bien de todos”, estaba proponiendo un modelo de coivencia que desafiaba los cimientos mismos del mundo colonial y se adelantaba a su tiempo. Su lucha, aunque inconclusa, dejó un mandato imborrable: la patria solo es legítima cuando es un espacio de pertenencia para cada uno de sus hijos.

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Barbara M. Cortellan Conesa

Ingeniera Química por la Universidad de Camagüey. Diplomada en Periodismo. Máster en Ciencias de la Comunicación. Periodista-Editora del diario 5 de Septiembre. Miembro de la Unión de Periodistas de Cuba.

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