Los pilares de nuestra independencia
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Con el rosa subido de una copa de mosquitero, el blanco ario de un corte de tela encontrado en una gaveta y el azul celeste del mejor vestido de Candula (Candelaria Acosta) se confeccionó la bandera, con la que el patriarca agradeció a Chile por permitirle a los barcos cubanos navegar bajo su enseña cuando el control comercial de España fue más férreo. Su orden de detención ya estaba en Manzanillo y todavía dudaba Bayamo; pero él comprendió como nadie el apremio: sería el 10. Y así de decidida transcurrió la tarde noche del 9 de octubre de 1868, la última de sosiego para la corona ibérica en su tan cuidada colonia de ultramar.
En traje de campaña y revólver Randefeux a la cintura, Carlos Manuel de Céspedes saludó el amanecer desde el portal de la casa señorial. Entonces encargó a su calesero Miguel García Pavón -luego Coronel del Ejército Libertador- el toque de campana para reunir a conspiradores, servidumbre y esclavos: “La hora es solemne y decisiva. El poder de España está caduco y carcomido. Si aún nos parece fuerte y grande, es porque hace más de tres siglos lo contemplamos de rodillas. ¡Levantémonos!”.
Lo que sucedió luego ya es historia contada, repetida, memorizada… Pero algunos detalles todavía no trascienden.
Demajagua fue el nombre primigenio del lugar, a 13 kilómetros de la ciudad de Manzanillo, donde en 1851 el catalán José Pla instaló un trapiche azucarero en medio de una abundante vegetación de majaguas azules. Así consta en escrituras, aunque la prensa lo hizo acompañar después por el artículo que hoy lo define. En marzo de 1866 Céspedes compró el para entonces ingenio, por un precio de poco más de 81 mil 500 pesos. Tras la muerte de su esposa se radicó definitivamente allí, en el sosiego de los portales y la reconfortante vista al mar.
Apenas tres de las 16 caballerías de la finca estaban sembradas de caña. No era de las más productivas de la zona: apenas contaba con una máquina de vapor, un equipo de calderas y tachos a cielo abierto. Una hipoteca pesaba sobre ella al momento del grito de independencia, por la cual muchos especularon sobre la eventual ruina del Padre de la Patria, cuestionando incluso sus motivos para iniciar la lucha.
Sin embargo, la hipoteca era garantía de un préstamo para financiar los cambios tecnológicos dentro de la propiedad. Como toda transacción, su plazo vencía en 1873, con los respectivos depósitos anuales y ya Céspedes había pagado la letra de 1868. Tampoco era esta su única propiedad: se conoce de otras 15 más, heredadas o adquiridas, entre ellas la hacienda ganadera La Junta, unas 120 caballerías (cerca de mil 600 hectáreas) entre Media Luna y Niquero y tres famosos corrales.
Sin embargo, fue en “Demajagua” de antaño o “La Demajagua” en la actualidad donde con más furia aplicó el desquite de las autoridades coloniales contra el otrora dueño. Apenas una semana después del alzamiento, a las 2:30 de la tarde del sábado 17 de octubre, el buque de la armada española Neptuno bombardeó el ingenio hasta dejarlo en ruinas. No conformes con los daños, tropas al servicio ibérico saquearon lo que aún quedaba en pie.
Los españoles tomaron como trofeo la campana y la enterraron en uno de los barracones de la finca La Esperanza, a la salida de Manzanillo. Allí permaneció hasta 1900 cuando, entre rumores y persistencia, fue revelado el secreto de su ubicación. Años después rescataron también dos calderas, si bien nunca se supo el paradero de las otras cuatro.
Solo las ruedas de la máquina de vapor sobrevivieron al asedio y convertidas en símbolo de intransigencia reposaron sobre tierra sus años de molienda. Les creció un jagüey como protector y este, solo vencido por los años, legó a su hijo la custodia de esos pilares, el tronco madre de nuestra independencia que comenzó un día, entre majaguas, con la viril palabra de un padre.
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