La taza de café y su plato acompañante
Tiempo de lectura aprox: 1 minutos, 52 segundos
La costumbre me recuerda tiempos de mi niñez. Cuando a las visitas se les brindaba café, la tacita era acompañada por su correspondiente platico. Hoy no sucede así; nos limitamos –cuando tenemos el suficiente– a brindarlo con la misma cortesía de antes, pero… ¡sin el platico!
El café mañanero es para muchos una costumbre, y qué decir del cafecito de las tres de la tarde, que pone fin a la pereza y reactiva neuronas y músculos.
De aquellas antiguas tacitas quedan pocas. Tenían dibujos coloridos de flores, damas en un jardín y otros detalles esmerados y llamativos. Las de hoy, generalmente, son monocromáticas y, ¡si acaso!, llevan estampados un letrero con la marca de un café o el nombre de su país de origen.
Mi hogar era muy visitado. Llega a mi memoria la imagen de mi madre cuando “ponía el jarro a la candela” para hervir el agua a la que tan pronto hervía le añadía el polvo de café y, acto seguido, echaba la infusión en un colador de tela de algodón. Para aquellas fechas no conocíamos las cafeteras expreso italianas que le sacan al néctar negro la quintaesencia de su tentador aroma.
Al servirlo iba en sus clásicas tacitas, cada una encima del correspondiente platico. Han pasado muchos años y, ahora que peino las canas de mi escasa cabellera, me cuestiono la presencia de los platicos.
¿Cuestión de buen gusto? ¿Precaución para que si el café se derrama no le caiga encima a quien lo bebe? Tal vez haya un poquito de cada uno de esos detalles, pero hay algo más. De buenas a primeras caí en la cuenta de cuando el viejo Pepillo, “el que caminaba de lao”, como decía mi abuela, volcaba buchitos del café en el platico para empezar a tomarlo.
Pepillo decía: “¡óigame, este cafecito está que arde!”, y mi mamá le contestaba: “¡claro, si está acabadito de hacer, y con candela!” He ahí lo que justificaba la presencia del platico y sus varias utilidades; una de ellas echar el café poquito a poco, para evitar la sopladera de mal gusto o la necesidad de esperar a que se enfriara un poco.
Otro fin consistía en hacer mantener la tacita encima del plato para, con una cucharita, ponerle el azúcar a gusto y que, al revolver la infusión, lo que salpicara cayese dentro del platico.
Aquello fue una costumbre de siglos. Para los europeos era un modo de ostentar la tenencia de objetos de porcelana china, entonces un lujo por lo cara que siempre ha sido esa sustancia. Para una tacita de barro, ¡qué cará’!, “zúmbale el café sin plato y dale”. A soplar se ha dicho.
Los campesinos lo tomaban en jícara. Las güiras eran una opción criolla. Previamente sacarle la “mondinga”, se pone a secar la güira y se tiene una taza que sirve igual para el café como para el aguardiente. Hasta el agua da gusto tomarla en jícara, ya que se mantiene fresquita.
Sin irme del tema de la tacita con su plato, es delicioso tomar el café caliente, aunque evitando quemarnos la boca.
En resumen, el café se servía en la taza y de ella al platico para tomarlo de él. Como la costumbre es beberlo a pequeños sorbos, daba tiempo a que el contenido restante de la taza perdiera calor y fuese saboreado desde ella misma.
Antigua costumbre que, como todo, tiene explicación.
Visitas: 96