La cabalgata de Narciso a lomos de Mazzepa

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A nadie se le ocurriría hoy cabalgar de Cienfuegos a Cárdenas y menos cubrir las 32 leguas que median entre la Perla del Sur y la del Norte en una sola jornada.

El general Narciso López sí puso tierra por medio y transitó de costa a costa el 6 de julio de 1848, porque en la cabalgata le iba la vida y la consumó a lomos de Mazeppa, un caballo en toda la extensión de la palabra.

El corcel era el mejor de la caballeriza de don Juan Díaz de Villegas, quien lo puso a disposición del militar de origen venezolano al momento de emprender la fuga desde el ingenio La Josefa, en las cercanías de Caunao.

En el éxito de la travesía hubo que apuntar las destrezas del jinete, quien en suelo natal había guerreado en los llanos del Apure, contra sus compatriotas independentistas. Su fama hípica era conocida en la joven villa cienfueguera, donde más de una vez los vecinos quedaron boquiabiertos al presenciar cómo, a todo galope, recogía un sombrero depositado en tierra.

También los habitantes de la Babel en miniatura, que era entonces la población asentada en la península de La Majagua, lo recordaría por ser el primer practicante del magnetismo, más tarde conocido como hipnotismo.

Narraron luego los Pablos historiadores, Rosseau y Díaz de Villegas, en su historia de la localidad que el militar venezolano lo mismo hipnotizaba a las muchachas y los jóvenes, que entretenías las veladas en las casas de familia haciendo “hablar” a las mesitas.

Pero todas esas artes juntas y destrezas de nada iban a valerle el día que las autoridades españolas descubrieron la conspiración que debía estallar de manera simultánea en Trinidad, Cienfuegos, Sancti Spíritus y Villa Clara, y en cuya trama figuraba López, quien había sido funcionario militar de la corona hasta la llegada a Cuba de Leopoldo O’Donell en 1843 para asumir la Capitanía General de la siempre fiel.

Conocedor de que la conjura anticolonial estaba abocada al fracaso, López había intentado abandonar la isla el 4 de julio por el embarcadero de Tayabacoa, en la costa trinitaria.

De regreso a la mina San Fernando, de su propiedad en las cercanías de Manicaragua, el conspirador recibió un aviso de Ramón María de Labra, gobernador de Cienfuegos, para que se presentara en la villa fundada por D’Clouet.

Acompañado por su criado Perico Velasco llegó con sed a la posada de Leblanc, en un cruce de camino entre Cienfuegos y Trinidad, y tras beber dos vasos de agua azucarada entregó al enviado de Labra una esquela en la que podía leerse:

“Rosa Cubana, 6 de julio de 1848. Señor don Ramón María de Labra. Amigo mío: me han entregado su oficio e iré para allá, no tengo aquí otro papel que este y por eso no observo la etiqueta. Su afo. q.b.s.m. Narciso López”

Y apremió al correo: “Vaya usted por ahí, que yo voy enseguida”.

Por supuesto que el asturiano Labra se quedó esperando por el llanero venezolano, quien ya en La Josefa apeló a la buena voluntad de Juan Díaz de Villegas, sobrino y yerno del dueño del ingenio. El joven hacendado que pasadas dos décadas llegaría a mayor general de la causa mambisa, era tan aficionado a los caballos como su apremiado huésped.

Podía haberle cedido a Bandolero o a Bandolerito, ambos rocines famosos en toda la comarca de Jagua, pero optó por entregarle su preferido el cual había nombrado como el héroe romántico de un poema de Lord Byron. La celebridad de Mazeppa alcanzaba a todo el territorio de la región de las Cinco Villas.

Al lomo del noble bruto trotó Narciso los caminos que enlazaban puntos geográficos como Ciego Alonso, Ciego Abajo, Recurso, Jibacoa, Copeyes y Pijuán, algunos olvidados para siempre en la toponimia insular a la vuelta de casi dos siglos.

Exhaustos debieron llegar jinete y corcel hasta la pequeña ciudad portuaria del norte matancero, por donde mismo el hombre desembarcaría menos de dos años después, el 19 de mayo de 1850, estrenándoles a los cubanos una bandera para la eternidad.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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