Ese Caos que es JC o El abrevadero de la posmodernidad, 1988-2000 (III parte)

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Con el desgaste del socialismo en las naciones de Europa del este, se desarticula toda la tramoya social cubana, irrigándose cierto desfasaje entre la realidad y la moral que esta había  fecundado. Juan Carlos Echeverría Franco comienza a utilizar desde entonces nuevos códigos en sus textos visuales.

 e) El símbolo como objeto de arte.

Entrada la década de 1990, el artista se propuso tras linearse con ese medio y facilitar el despliegue de una conciencia social menos prejuiciada. Sólo que ahora el discurso se torna anagrámico e introspectivo y el símbolo sobreviene modalidad acuciante, sin que por ello abjure de otras formas ensayísticas. Obviamente, tales discursos tropológicos, asediados por la subjetividad, se activan en una especie de comunicación latente de las similitudes del ser humano y la afiliación de la obra al Yo autoral. Y es que el símbolo posee aquella cualidad, citada por Rauschemberg, de “introducir la totalidad en un momento”.

J.C. está consciente de ello y lo devela como su modo de dialogar. De hecho, la condición posmoderna reside, medularmente, en la deconstrucción de los medios, y una de las fórmulas que encausan esta peculiar subversión es, precisamente, el orquestado simbo-objetual, que funciona como principio sugestor de la maniobra catartizante del intelecto y facilitadora de la empatía entre el espectador y el hecho artístico. En el trasfondo filosófico de la obra echeverriana, suma de los dilemas que constituyen la propia trasparencia del hombre, los objetos sirven de pasarelas a las metáforas, que figuran esencias difundidas en valores simbólicos. El los usa a su antojo, según las necesidades expresivas y conceptuales, para facilitar una suerte de juego-provocación, donde la estructura simbólica, amén de su polisemia múltiple, adiciona otro significado al valor anterior.

De esta manera, el símbolo-objeto aparece redesignado, porque asume  una fluxión perseverante de significados que dimanan del contexto donde el símbolo se sucede recóndito y los significados del resto de los tropos son sufragados por la parodia o la conmutación. Este uso representacional de los símbolos y códigos referenciales tiene una angosta reciprocidad iconográfica, por lo que, al omitirse del contexto creador, urge de un tránsito asociativo.

Este infinito caudal de apotegmas está situado en un espacio en el que desarticula los símbolos, especialmente los patrios, codificados culturalmente o creados por él. Tal asentamiento procede a través de  la fragmentación, la ampliación o las alteraciones cromáticas, compositivas y telúricas. Tal cual ocurre en La siempre fiel; pura especulación sobre la signatura fronteriza del compromiso ético y las isquemias de la figuración en el nuevo contexto socio-político, donde el universo infranqueable de las alegorías sucede en la retoma de valores patrimoniales como un taburete, cuyo espaldar constituye una bandera cubana y el fondo es preservado por lascivas púas.

La pasión por los símbolos le acosa hasta hoy día.

Un primer acercamiento sobrevino en marzo de 1991, con la exposición Tras el sueño del objeto, cuando utilizó la iconografía de la crucifixión de un orinal, recontextualizando los significantes respectivos. Precisamente, a través de los tópicos religiosos y Cristo en la calle, es que se inclina, definitivamente, por los símbolos. Cristo… aporta la semántica del corazón sagrado, la llave a las puertas del cielo, una suerte de compás para cuestionar los desplazamientos del amor por lo material, el resquebrajamiento de la familia y la pérdida de valores esenciales. J. C. propone encontrar la luz en ese corazón que nos recuerda a amar, perdonar, comprender y aprender, cual si la fuerza del cambio radicase sólo allí; como dijera San Pablo: “En el corazón es donde nacen las rencillas y las discordias. Es en el corazón donde deben comenzar por respetarse esposo y esposa, hermano y hermana, padres e hijos”.

Más adelante, tras serios entronques con el pop y el neorrealismo, ensancha su registro dialógico de símbolos “pervertidos”: la escalera, el sitio de comunión entre lo real y lo de-seado, entre lo terrenal y lo etéreo, un hado de provocación al inanismo (Para subir al cielo, 1991), el teléfono: la paranoia de la incomunicación, que parece birlar los secretos del hombre en una civilización fetichista (Los vanos placeres, 1993), los muñecos sintéticos: que suplen la ausencia de los seres humanos y confirman sus desgarres en tamaña reali-dad post-desarrollada, de los preludios de un final apocalíptico y acristiano (El Señor no tardará y Las Aguas bajan turbias, 1995), los relojes: que discursan sobre el tiempo y la efimeridad de nuestro cruce por la vida (Después del tiempo amenazador).

Los símbolos patrios no se introdujeron hasta 1993, poco antes de su viaje a Colonia, cuando, inspirado por Jasper Johns, obsequió una bandera creada con plomo y maderos, al periodista y crítico alemán Hains Günter Smith.

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Jorge Luis Urra Maqueira

Crítico de arte. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).

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