El Conde

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Drácula, el Conde más famoso de la historia del cine, mataba para sobrevivir. El Conde Pinoche, o Pinochet, de la película homónima de Pablo Larraín, quien en la realidad carecía del título nobiliario, solo fue un abyecto traidor al servicio de una potencia extranjera, que llevó el asesinato a la categoría de exterminio masivo. Su dictadura militar, pensada, instaurada, sostenida y defendida por la Casa Blanca, sumió a Chile en la bancarrota moral, la muerte, la humillación, el caos.

El autor de El club es uno de los directores de ese país que lleva tatuada tal verdad en su encéfalo y, por ende, parte de su cine (Tony Manero, Post mórtem, No) responde al saldo de una deuda con su conciencia, a la vez proyectada como espejo del pensamiento de grandes segmentos de esa sociedad, no de todos por desgracia.

Ahora, cuando en la propia nación y en la cercana Argentina surgen o reflotan figuras que hacen del «negacionismo» premisa ideológica de sus discursos, la aguda, riquísima idea de Larraín y su habitual coguionista Guillermo Calderón de convertir al tristemente célebre personaje histórico en un vampiro, le ampara al director para articular una sugerente metáfora que, ante todo, es recordatorio imperante, aplicable a muchos, de cuánta sangre puede volver a ser drenada de nuestros cuellos si cometemos el error de olvidar. El monstruo está ahí.

Más allá de su naturaleza política, de su claro posicionamiento, El Conde sobresale en otros aspectos. Dada la hechura estilística del filme, el formal constituye el más destacable. De forma específica, la labor del director de fotografía, Edward Lachman, resulta soberbia.

Sus abrazadoras imágenes en blanco y negro, amén de por la belleza ínsita de cada encuadre y una tan larga como conspicua evocación referencial que va del expresionismo alemán a Dreyer y Bergman, impactan en virtud de su precisión, de su subordinación total al servicio del relato. Ello entraña que no exista en El Conde un plano preciosista gratuito. Toda secuencia porta una condensación de sentidos y se incorpora de manera armónica al decurso de la historia, algo en lo cual Lachman se consagró junto al director Todd Haynes, luego de una obra previa con varios maestros (Godard, Altman, Herzog, Wenders), si bien nunca había alcanzado semejante techo de elocuencia y arte.

El centro de la trama –en  la cual además descuellan el respaldo sonoro y los efectos visuales; así como la composición de un exquisito Jaime Vadell como Pinochet– transcurre en la etapa posterior a la dictadura, cuando el personaje central, con unos 250 años ya y en pie desde la Revolución Francesa, ve vacilar sus fuerzas y es testigo de un drama hogareño en el cual gravitan tanto la avaricia de sus hijos como la traición de su esposa, Lucía Hiriart (Gloria Münchmeyer) y su sirviente Fiodor Krassnoff (el gran Alfredo Castro, tan caro a Larraín).

La entrada en escena de una muy singular contadora-monja llamada Carmen (Paula Luchsinger, con el halo de la María Falconetti de La pasión de Juana de Arco) activa algunos resortes eróticos, dormidos, en una bestia que sobrevuela el país mediante formas remisivas a Superman, las cuales a este comentarista no le convencen demasiado, ni en lo estético ni en la obviedad del símil político: acaso pueril.

Tampoco satisface cómo, a partir de su segunda hora, la película comienza a perder uniformidad y se resiente en el engarce de sus ideas y vectores dramáticos, atizado ello por el atosigamiento de géneros (de la sátira al gore, de la comedia negra al gótico tropical con toque shakesperiano…), la disonante polifonía tonal y la falta de foco.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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