Alexandra, está linda la mar

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Está linda la mar con su traje de fiera. Las arenas de Pochomil son negras, y las olas golpean la espalda del bañista primerizo como si se empeñaran en negar la validez del nombre del más grande de los océanos, que baña la playa donde ella vende artesanías.

Animalitos de la fauna marina y costera que los artesanos del pueblo moldearon antes con caracolillos y conchas que el Pacífico les regala.

La piel de Alexandra admite cualquier apellido de esos que son sinónimos del ser ancestral nicaragüense, digamos, Ambota, Nayamari o Postosme, pero nunca ese Debayle de tufillo francés, como el de la niña-princesa inmortal del poema-leyenda.

A sus 11 años los acompañan los nueve de Daniela y los seis de Allison, el trío grácil de las vendedoras que, bajo la sombra de los ranchones techados de palma, zigzaguea entre hamacas multicolores y turistas remolones a la espera de un sol más amable con la piel citadina.

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Las pequeñas panas¹ plásticas y rojas entre los tiernos brazos de la menuda trinidad parecen nidos, repletos de animalitos artesanales, que procurarán un poco de pan en la mesa familiar al término de una jornada de ocho horas de exhibición, propuesta y regateo, artes de cualquier comercio por elemental que sea.

Y más cuando Alexandra y compañía afrontan la competencia de las mujeres de cestos mayores, en perfecto equilibrio sobre sus cabezas, cargados hasta el tope con delicias de la repostería y la culinaria lugareñas.

Ceviches, semillas, coctel de conchas, vigorón, cajetas, espumillas, manjar de leche; de la parte adulta del panorama comercial y gallitos y tortugas en las cestas infantiles.

Entre los buscadores del pan cotidiano aparece una abuela en cuyo rostro aindiado el tiempo ya labró todos los surcos posibles, recolectora de latas vacías de cerveza, y un eskimero, nombre que una marca de fama endilgó en Nicaragua a los expendedores de helados, en su carrito de campañilla anunciadora.

Y un personaje que parece recién salido de un circo ambulante, pantalones embutidos entre los calcetines, ofrecedor de música multi lingüística. Probablemente, si el relajado comprador lo apura, hasta algo del folclor tibetano, para más inri cantado a capela. Como si las arenas finísimas de Pochomil fueran el jardín tropical de otra torre de Babel.

El visitante se dejaba acariciar por la brisa que obsequia la mar enorme y brava, cuando Alexandra llega con su pana zoológica y termina vendiéndole un armadillo, cuzucu para la gente de estas tierras de la cintura americana.

Se planta firme la niña ante el normal regateo de 10 córdobas, porque entonces ella no ganaría nada. Matemática bien aprendida en el aula de la vida.

El sexto grado ya se asoma en el horizonte de su vida breve, leer es lo que más le gusta de la escuela, pero aún no conoce a Margarita “la niña bella, bajo el cielo y sobre el mar, (que fue) a cortar la blanca estrella que la hacía suspirar”.

Promete que será lo primero que le pida a la maestra Magalis cuando el aula reabra las puertas a su inocencia de frágil comerciante andariega sobre la oscuridad arenosa, que contrasta con el chorro de luz de Pochomil.

En el ámbito que revolotean los pies alados de Alexandra el olor del salitre reemplaza a la “esencia sutil de azahar”, y en vez de una alondra cantan a dúo la humilde golondrina del manglar y el chocoyo parlanchín.

Lo más probable es que Alexandra, ¿Nayamari?, ¿acaso Postosme?, jamás vuelva a saber de quién le compró un armadillo de mil conchas engarzadas, y a falta de un poético cuento genial le quiso escribir una crónica sencilla como el nido artesanal que acunan sus brazos cándidos.


Nota: esta crónica fue escrita en Managua en los primeros días de enero de 2019. Entonces Alexandra debe andar pos sus esplendidos 15 años.

¹Pana: En Nicaragua, especie de palangana pequeña.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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