Sueños rotos y sandías amargas

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Las grandes superficies comerciales son como la cara bonita del capitalismo. Las mejillas tersas de una quinceañera pudieran ser. En esos templos del consumismo destacan los altares dedicados a las verduras y las frutas. Allí venden sandías, esa agua de corazón rojísimo, dulce y semisólida que los cubanos llamamos melón.

Eleazar Blandón, tan nicaragüense como su apellido, dejó atrás en octubre su natal y fresca Jinotega, cruzó la inmensidad atlántica y dio tumbos por España en ese intercambio de sudor y lágrimas por dinero en que se resume la vida de muchos emigrantes.

En el morral de su memoria llevaba el recuerdo de Pablo Benjamín, el padre que también buscaba, en su caso un sueño, americano por más señas, y dejó la vida bajo el sol de Texas el 25 de junio de 2016.

El primer día de agosto un hombre-fantasma, de 42 años, cosechaba sandías en una plantación localizada en un lugar de la Tierra llamado El Esparragal. Sobre su cabeza el sol derramaba la brutalidad de una temperatura mayor que su edad, 44.4 grados Celsius para ser exactos.

En el último atardecer de julio Luli Zenteno, la casera para quien cocinaba en las noches a cambio de la comida y una parte del alquiler, vio al jornalero fregando una botella vacía de aceite. La necesitaba para llevar al campo de sandías un poco de agua reciclada con que engañar a la deshidratación. Al empleador no le importaba su sed, por horrible que fuera, y de los 30 euros de la paga diaria no podía darse el lujo de gastar en una simple botella de agua.

Un día de julio que los relatos no precisan, pero muy cercano a la frontera de agosto, el recolector de caricias para paladares ajenos habló por teléfono con Ana, la hermana emigrada en Almería. Con lágrimas secas, como su garganta ardiente bajo el sol de Murcia, le contó de lo que a un hombre le cuesta tanto contar. De la humillación que supone ser tratado de burro y de lento, porque su espalda no da para más rendimiento en la recolección. De que le arrojen tierra a la cara mientras la pega al fruto por cortar.

Y el hombre mancillado por el capataz, el sol de la España mediterránea y la afrenta, llega al límite de sus fuerzas, que se rinden ante la tropa deshidratadora del desmayo. Golpe de calor le llaman. Puro tecnicismo.

El mayoral, ecuatoriano para más inri, le dispara al rostro un balde de agua, la misma que le negaba mientras el cuerpo no flaqueó. La bestial reanimación funciona por un momento, antes de dar paso al vómito y al segundo desmayo. Luego a dejar que las horas pasaran para trasladar la anatomía exánime en busca de auxilio médico en la misma furgoneta que transporta a los braceros. Cuando el reloj del látigo intangible, pero rebenque al fin, marcara el colofón de la jornada del oprobio. La ambulancia era un lujo para un emigrante desmayado bajo un astro que dejó de ser rey para ser tirano.

Bravo el sol de Murcia. Después de la selfie para la familia, otra en testimonio de su sufrimiento en tierra extraña. Eleazar Blandón.
Bravo el sol de Murcia. Después de la selfie para la familia, otra en testimonio de su sufrimiento en tierra extraña. Eleazar Blandón.

En un centro de salud de Sutullena, Lorca, abandonaron al hombre que ya era menos que fantasma, como quien deja un fardo a la puerta de un almacén. Cuando ya habían llevado a sus compañeros de martirio hasta sus lugares de pernoctar, llamarles de residencia sería un sinsentido.

Cuando el corazón físico, no el poético, que no era ni dulce ni semisólido, dio el último latido y la luz fue sinónimo de ausencia total. Justo cuando algún alma caritativa clausuró para siempre las ventanas de sus párpados, y a lo mejor contempló con impotencia la mugrosa camisa a cuadros ocre que hizo de temprana mortaja, los sueños de Eleazar Blandón terminaron de romperse en un millón de pedazos, como los de su padre cuatro veranos atrás.

Esta semana, posiblemente en España, o en algún destino exótico, alguien esquivó las torturas caniculares de agosto con la frescura de la última sandía recolectada por las manos temblorosas de un emigrante nicaragüense, cuyo cuerpo embalsamado cuesta ahora 5 mil euros para que su familia le dé cristiana sepultura en Jinotega, donde la sombra de las montañas impide que nadie muera de un golpe de calor.

El hombre que deja cinco hijos al lado izquierdo del océano, uno en la tiernísima edad de dos meses, fue noticia una sola vez en su vida. El día que los grados Celsius fueron más que sus años y el destino armó la trampa que le tenía reservada.

La garganta reseca, los dolores lumbares, los seis euros descontados cada día del jornal de miseria para pagar el transporte al lugar del suplicio, la camisa a cuadros malolientes, el fardo de músculos y huesos abandonado a la puerta de un centro de salud y un montón de sueños hechos añicos también son parte del cuerpo del capitalismo.

Una parte divorciada de los estantes de las grandes superficies que también venden sandías.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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