Memorias de un nonagenario
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La mayor hazaña de Orlando es estar acercándose a los 95 años de vida, una buena parte de ellos como trabajador bancario. Y su tesoro, las memorias que desgrana a quien se detenga a escucharlo en su ventana de la calle Argüelles, desde donde se puede ver un muestrario de trampas para cazar roedores, que manufactura con paciencia de sabio. Unas fotografías tomadas por él, a través de las cuales habla la historia, también enriquecen su patrimonio espiritual.
Nació el 25 de noviembre de 1930 y antes de cumplir cuatro meses de edad, su padre, Miguel Ángel Gamio se rindió ante la guadaña empuñada por la tuberculosis. “Mi madre, Rosalina Guzmán, quedó viuda a los 19 años”.
Hasta que se fue a probar suerte como trabajador bancario a La Habana, el 1ro. de junio de 1955, vivió en una casita de madera aledaña al teatro Luisa, por la calle Santa Clara. “Cuando regresé de visita ya no estaban, en realidad eran dos viviendas y una cuartería. Un almacenista de apellido Morales las había comprado y urbanizó ese tramo con casas modernas”.
Orlando se precia de haber construido con sus manos, las de su amigo Félix “Cuco” Morales y las de José Bermúdez, primo del segundo, el primer kayak que acarició con su quilla las olas de la bahía de Jagua.
“Eso fue a finales del 54 y principios del 55. Yo vi un anuncio en la sección Náutica de la revista Carteles. Si escribías te mandaban un plano de la embarcación y las recomendaciones para construirla. Cuco, que trabajaba en el banco Nueva Escocia, donde hoy radica el BFI, y tenía mejor solvencia económica, corrió con los gastos de los materiales, y su hermano, el agrimensor William, diseñó las costillas del casco”, rememora mientras muestra la foto de él y el “financista” a bordo de aquella primicia deportiva.
En la sección de varones Escuela Pública No. 5, Marsillán, cursó de primero a quinto grados, para continuar el trayecto del saber en la Secundaria y la Intermedia, ubicadas unas frente a la otra en la calle Santa Cruz, entre Tacón y Cuartel.
En ese momento entra por primera vez en la narración el nombre de Cristina Álvarez, cuñada del millonario Viriato Gutiérrez y viuda de Severino Gamio, un tío-abuelo que había sido alcalde de Santa Isabel de las Lajas en época del machadato y luego administrador de la Aduana de Cienfuegos. Esta mujer, la más “humilde” de varias hermanas casadas con hombres pudientes, como una especie de obra de caridad se hizo cargo de la educación media del jovencito Orlando, al pagarle la matrícula y otros gastos en el plantel de los Hermanos Maristas, donde a los 17 años se graduó de Comercio.
De su niñez, Orlando no puede olvidar el largo viaje en tren cuando en las vacaciones de 1942 la Fundación Cubana del Buen Vecino, una especie de ONG inglesa, lo llevó por un mes a un campamento en El Caney, Santiago de Cuba. “De Cienfuegos éramos cuatro varones, entre ellos Stuart, el negrito que luego fue dentista, y cuatro niñas. Nos enseñaron a cantar el himno de la Reina y nos sobrealimentaron”.

También recuerda sus juegos en la zona portuaria, en el entorno de los muelles ubicados a la vera de la calle La Mar, que ya no existen. “En el emboque de la calle D’Clouet estaba el de Sarría, donde atracaba la goleta El Gallo, que caboteaba desde la zona de Yaguanabo con cargas de carbón vegetal y productos del agro”.
En el de Castaño, que trasvasaba sus cargas por rieles a la batería de almacenes de la acera norte de La Mar, entre D’Clouet y Horruitiner, presenció como una lancha desbocada de Prácticos del Puerto, desgobernada por un piloto ebrio embistió la armazón y le cercenó una parte del tablado. Luego el ciclón del 52 culminó la obra destructiva.
“Yo y mis amiguitos pescábamos sardinas en el muelle Sarría. Con anzuelitos hechos de alfileres y cordeles de algodón, porque aún no existía el nylon y además no había dinero para comprarlo”.
En la calle Gacel, entre Cisneros y Campomanes existió otro pequeño atracadero que también es historia. Era propiedad de los Pérez, apodados Boca’ejamo, por el tamaño de su cavidad bucal, quienes a su vez eran tíos de los tres “files” del equipo Cienfuegos, Charles, David y Fernando.
“Allí un día cogimos un patao, lo pusimos de carnada y ensartamos un sábalo de casi un metro de largo. En la fonda La Gran China, Santa Clara y Horruitiner, nos dieron 80 centavos por aquel pescado que por sus tantas espinas no sirve para hacerlo ruedas y freírlo. ¡Éramos millonarios! Nos compramos unos casquitos para jugar pelota que vendía la Casa Cervera, una quincalla en Prado llegando al teatro Luisa. Con el resto nos dimos el gustazo de unos dulces en el Palais Royal, Prado y Argüelles”.
Como la mayoría de lo varoncitos cubanos de la época, Orlando vivía el béisbol como una pasión. Y en septiembre de 1941, cuando él iba camino de los 11 años, sucedió algo que no ha vuelto a ocurrir. Cienfuegos ganó el campeonato de la Unión Atlética Amateur, colgado del brazo del Conrado Marrero, por más señas el ídolo del hijo de la viuda Rosalina.
“El Guajiro de Laberinto llegaba los sábados a media tarde desde Sagua la Grande e iba directo al bar Luisa, en el mismo edifico del teatro. Te imaginas a que. Como yo vivía a escasos metros iba a verlo allí y a la sede del club, en un billar de Prado, entre Santa Clara y Dorticós, que contribuía con sus tres mesas de juego a los gastos de la novena”.
“Me colaba para ver los juegos en el estadio Trinidad y Hermanos, cuyo graderío era de madera. Recuerdo un juego contra el Círculo Naval y Militar que la fanaticada coreaba cada strike de Marrero con patadas en el tablado. Pensé que se iba a derrumbar, me asusté y terminé de ver el juego en la hierba”.

Orlando comenzó a trabajar a los 17 años en la mueblería Victoria, San Carlos y Horruitiner, como “muchacho de oficina”, pero su sueño era laborar en el sector bancario, donde ya lo hacían amigos y conocidos, como Pepe Graña, Jesús Vidal y Juan Castiñeiras.
De manera que, peripecias y casualidades mediante, el primer día de junio de 1955 comenzó a trabajar en la oficina principal del Comité Ejecutivo del Trust Company of Cuba, “en Obispo, 257”. Al propio tiempo empezó a vivir en una casa de huéspedes en los altos de la tienda La Filosofía con su joven esposa Yara, quien a aún acompaña sus desvelos.
Como ya esperaban agrandar la familia, a fines del 50 se compró una cámara alemana Zeiss Ikon, “con fotómetro incluido”.
El primer día de 1959 vivió en primera fila el momento histórico, y el artilugio germano dejó constancia. Entre otros episodios, el desalojo de los matones de Rolando Masferrer de su atrincheramiento en la Manzana de Gómez.
El 26 de julio del mismo año estaba en Prado cuando entró la caballería guajira encabezada por Camilo Cienfuegos. Todavía lamenta que la cámara se “encangrejara” cuando enfocaba al héroe del sombrero alón.
Ese mismo año el matrimonio asistió al acto donde ellos serían parte de los beneficiarios de una casa construida por el Instituto Nacional de Ahorro y Vivienda, la gran obra de Pastorita Núñez. La entonces Plaza Cívica era un descampado donde colocaron un estrado para la presidencia del acto.
Todavía hoy Gamio se pregunta cómo pudo subirse a la tarima, ubicarse a menos de tres metros de Fidel y tomarle el primer plano que me muestra.
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