Lección de poesía

Compartir en

Tiempo de lectura aprox: 3 minutos, 7 segundos

Por: Atilio Caballero*

No tengo memoria. Voluntaria, quiero decir. Basta que me proponga recordar algo para que se me olvide, para que se me escurra por el mismo sendero por el que asomó la nariz y por el que no alcanzo a adentrarme en su búsqueda, porque hasta el sendero mismo se desvanece.

Mientras algunos amigos exhuman nombres, fechas, títulos, versos, párrafos, acontecimientos que parecen aguardar por ellos para plantarse en medio de la conversación y reverdecer laureles, yo, en ocasiones, permanezco mudo, avergonzado de mi ineptitud para la respuesta rápida, certera. No es que lo que esos amigos convocan me resulte extraño, es que la facultad de traerlo a colación con la puntualidad y el brillo que ellos lo hacen me ha sido denegada. Solo eso.

No todo, sin embargo, es adversidad: a la pésima memoria voluntaria opongo una memoria involuntaria óptima. Nada recuerdo con más nitidez que lo que presumía haber olvidado y que es, por consecuencia, lo que jamás evoco de manera consciente. Lo que no recordaba recordar me sale al paso, como una mariposa monarca sale de la maleza donde husmeaba, solo que ahora la maleza, lejos de estar fuera de mí, soy yo, y la mariposa puede desdoblarse en versos que de joven no creí memorizar y que de repente me descubro susurrando, saboreando más bien, en los lugares más diversos, desde el banco de un parque hasta la terraza de mi casa, donde la soledad exhorta a la recitación sin tapujo, para inquietud de algún vecino que me observa a hurtadillas mientras, según él, pienso, hablo a solas.

El asalto de versos presuntamente olvidados es cada vez más frecuente, ventaja de los años, y no puede menos que maravillarme constatar hasta qué punto atino a rememorar estrofas que abarcan desde la buena literatura del Siglo de Oro español hasta finales del siglo XX, con cierta preferencia por algunos románticos cubanos, Martí y aquellos poetas que marcaron mi juventud y me indujeron a probar suerte con el verso, a imitarlos, en el sentido más noble y hasta ingenuo del verbo: Vallejo y los poetas de la llamada Generación del 27. El otro, el mismo, también me ronda.

Hay días que me despierto murmurando: “Recuerde el alma dormida/ avive el seso y despierte/ contemplando/ cómo se pasa la vida/ cómo se viene la muerte/tan callando……” O que deambulo entrediciendo: “Yo busqué, para darte, por mi pecho / las letras de marfil que dicen siempre, / siempre, siempre: jardín de mi agonía…”. Y hasta medianoches que, con la boca llena de pasta dental, asomado al espejo cuarteado que aureola el lavabo, me pongo a balbucear: “Creo en el alba oír un atareado / rumor de multitudes que se alejan…”. No los convoco, vuelven por sí mismos. Si los convocara, ninguno comparecería: tan adentro están.

No es raro que su irrupción inesperada me traiga ahora este recuerdo: una noche, estando en Italia, sintonicé por azar una transmisión de la radio pública (Rai 3), donde la periodista conductora, luego de entrevistar a Ted Kooser (1939), poeta norteamericano laureado de visita entonces en ese país, decidió poner a disposición de la audiencia las líneas telefónicas. Entre los testimonios de admiración y gratitud que se escucharon aquella noche estuvo el de un hombre de edad avanzada que, con cierta torpeza para hilvanar las frases, comenzó por confesar el desdén que desde su infancia había sentido hacia la poesía. Nunca comprendió por qué una maestra de escuela primaria los había obligado a él y a sus condiscípulos a memorizar versos, ni la utilidad de este género de escritura.

Su decisión de no volver a poner los ojos sobre un poema sobrevino al final de aquel curso cuando la susodicha exigió al niño memorizar uno de Robert Frost (1874-1963) y decirlo ante la clase: “Stopping by Woods on a Snowy Evening” (Fermato per i boschi in una notte nebbiosa, creo que fue la precaria traducción de aquella trasmisión radial). El poema describe cómo un hombre y su pequeño caballo se detienen junto a un bosque una noche de nieve, y cómo el primero se siente tentado a permanecer indefinidamente allí, entre tanta oscuridad y hermosura. El caballo, sorprendido, sacude los cascabeles del arnés como preguntando a qué viene tanta demora e instando a su dueño a reanudar el viaje, mientras este permanece absorto, en medio de la lluvia de copos y el sonido del viento. No sin volver a recrearse en el encanto y la hondura del lugar, el viajero concede: 

Este bosque es hermoso, oscuro y hondo,
pero tengo promesas que cumplir,
y un largo trecho por andar antes de dormir,
y un largo trecho por andar antes de dormir.

El lector intuye que la distancia que ese hombre recorre es su vida.

El anciano radioescucha reveló que olvidar este poema y jamás volver a leer versos fue su forma de vengarse de aquella maestra antipática. Pero solo para inmediatamente después relatar cómo hacía solo unos días, al atardecer, paseando con su perro entre los árboles de un parque, había comenzado a nevar y aquel poema había aflorado a su memoria, y él había comenzado a decirlo con fluidez, sin explicarse cómo era posible que pudiera recordarlo con tanta precisión, tantos años después, y cómo de pronto, diciéndolo, se había echado a llorar.

El propósito de su llamada era, terminó manifestando con voz entrecortada, exhortar a todas las maestras italianas a obligar a sus estudiantes a memorizar un poema. Una de estas noches haré una llamada para invitar a todas las maestras cubanas a hacer lo mismo.

*Escritor, Premio Alejo Carpentier 2013 y 2020. Especial para 5 de Septiembre.

Visitas: 6

5 de Septiembre

El periódico de Cienfuegos. Fundado en 1980 y en la red desde Junio de 1998.

Un Comentario en “Lección de poesía

  • el 3 agosto, 2020 a las 11:23 am
    Permalink

    Profundo Atilito, como tú mismo, como los premios que has merecido, como la amistad que nos une, como la vida que hemos vivido, la misma que todos los días me obliga a leerte… un abrazo

    Respuesta

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *