La esperanza del framboyán

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Al esposo de Beatriz, quien una vez me preguntó cuándo escribiría esta crónica

Por fuerza del dolor aprendí que ante el cáncer no se puede cantar victoria.

Un mes después de que nos dijeran que el tumor de mi madre había casi cicatrizado, las imágenes en aquel monitor proyectaban otra cosa. El tratamiento con citostáticos, radiaciones y vacunas no fue suficiente para contener la enfermedad.

Era un día de noviembre de 2018, y la idea de volver al inicio nos atemorizaba.

Mi madre sumaba cinco meses de atención médica, agotadores y duros como quizás ningún otro momento en nuestras vidas. Apenas toleró los primeros sueros por las reacciones alérgicas, perdió su cabello —un drama inimaginable para cualquier mujer— y, tras 35 sesiones de radioterapia, se convirtió en otra persona.

Aquellos meses de junio, julio y agosto fueron los más intensos.

Todavía recuerdo ese 6 de agosto cuando llegamos a casa luego de la última radiación. Entre el grupo de pacientes de Cienfuegos que viajaban a Santa Clara a recibir el tratamiento era habitual el júbilo cuando lograban terminarlo. Una especie de felicidad bañaba sus rostros. Pero en mi mamá no advertí eso. Quedó sin olfato, sin paladar, y casi sin saliva. Comía solo caldos y alimentos pasados por la batidora, mientras la sequedad en su boca la obligaba a tomar agua y a escupir constantemente. Sus ojos lucían abatidos.

El cáncer nos golpeaba como a ella y aun así debíamos ser fuertes.

Cuando visito aquellos días, recuerdo que hallaba en todo la misma devastación que me abrumaba, pero seguía hacia delante movido por la fe sin reparar en lágrimas. Con ese espíritu volvimos a los citostáticos, porque había que vivir y ya, perdió otra vez el pelo —comprendió que eso no tenía la mínima importancia—, y la luz fue haciéndose cuando siquiera lo imaginábamos.

Algunas situaciones fueron aciagas y muy difíciles de asimilar.

Hubo días que faltaron las vacunas y los sueros. Cuando preguntaba, las referencias al bloqueo estadounidense y a las dificultades del país para adquirir estos medicamentos y sus materias primas punzaban el alma. La espera se tornaba desesperante para quienes el tiempo no era aliado. Y lo más terrible fue descubrir el sentido de las ausencias.

Si alguien dejaba de acudir a varias consultas, ya se sabía el porqué.

El primero de mayo de 2019 recibí una llamada telefónica de la hermana de Leonor, una paciente de Holguín que se atendió en Cienfuegos y a quien estimábamos. La dejamos de ver a inicios de ese año, y más tarde murió, allá en su tierra natal, en el regazo de la familia, como tanto quiso. Mi madre, entonces, regresaba otra vez al camino de la recuperación.

Hace tres años vivo con una sobreviviente de cáncer.

Sin embargo, la enfermedad nunca acaba. La zozobra de que pueda aparecer de nuevo prevalece siempre que asistimos a la evolución médica y el monitor nos devuelve la peor de las evocaciones. Pero en el transcurso, en la sobrevida, también aprendimos a ser más felices, y a llenarnos de paz. Ya en los días de mayor angustia, en uno de los salones del Hospital Universitario Oncológico Celestino Hernández Robau, de Santa Clara, encontré mi refugio. En el techo, la recreación de un framboyán abriéndose al cielo inspiraba esperanza.

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Roberto Alfonso Lara

Licenciado en Periodismo. Máster en Ciencias de la Comunicación.

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