Descenso a las tinieblas

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La luz se apagó no sin antes haber dejado entrever un precipicio. El desplome era inminente, tantear con la mano izquierda la angostura fue un instinto baldío, mas, de súbito, hubo otra salida. En ese instante tal vez reaccionó la intuición de quien conoce que en el mundo de las cavernas la histeria y el miedo son aliados de la muerte. Entonces surgió rápida la decisión: lanzarse al vacío.

Cuando Rosalina despertó, el brazo izquierdo estaba muy adolorido, sus compañeros de aventura la ayudaban a incorporarse, sólo ella sabía que por la nariz le manaba un líquido viscoso… sangre.

Rosalina Espín tenía 24 años cuando tuvo su primer accidente en una cueva de Pinar del Río. Por entonces llevaba seis años apasionada con la espeleología. El incidente le costó la fractura de la base del cráneo y un brazo.

Ese mundo desconocido que yace bajo nuestras propias plantas, en el que bullen peculiares formas de vida, atrajo a la estudiante de Agronomía, hoy especialista de la Empresa de Flora y Fauna, quien actualmente organiza el grupo de exploraciones Sauco.

Durante esos primeros años había incursionado en algunas cavernas de diferentes provincias.

¿Cómo nació tu vocación?

“Mi juventud fue aventurera, eso era más fuerte que la atadura a los estudios en la Universidad. Junto a un grupo de amigos recorrí la provincia de Villa Clara; quería estar libre, creo que estaba poseída por la Naturaleza, quería disfrutarla. Todo eso fue hasta que un día entré a una gruta allá por Topes de Collantes, que se llamaba La Batata”.

¿Cómo puedes describir aquellas emociones que signaron tu vida?

“Bueno, entré de pura casualidad, porque andaba por las montañas y empezó a llover, yo ni siquiera sabía que era peligroso hacerlo, además ahora me doy cuenta de que esa cueva no es nada comparada con otras que he explorado, pero fue aquella atmósfera de tranquilidad en la que irrumpíamos sólo nosotros, en la que tú no significas nada y no te importa, lo que me marcó para siempre”.

Para esta joven embriagada con el sorprendente mundo subterráneo, recorrer las espeluncas es algo fascinante. Cuando empezó, nada le dijo a su familia, hasta que un día fue descubierta en la aventura. Su padre le explicó entonces que eso existía, que había quienes estudiaban esas grutas y se llamaban espeleólogos.

¿Entonces sufriste la llamada “espeleosis aguda” sin conocerla apenas?

“Sí, así mismo fue. Después me sucedieron cosas muy importantes, entre ellas la visita a Martín Infierno, en el Escambray. Todo espeleólogo tiene un sueño y llega a la mayoría de edad cuando lo cumple. Yo me pasé dos años para poder bajar a Martín Infierno, estaba obsesionada con ese mundo. Mira, las emociones son inenarrables cuando te paras en el borde de la furnia, que es un salón de gran desnivel, eso es terrible, yo casi me muero, me dolía el pecho, las manos me temblaban tanto que el reloj, a pesar de ser ancho, casi se me caía, después que empiezas a bajar por la soga no ves el fondo; es una atmósfera que te aplasta, es algo muy fuerte”.

¿Y qué te impresionó más cuando bajaste?

“Fue algo sensacional, porque además de la estalagmita más grande del mundo, hay flores de yeso preciosas. Más adelante, en el Salón de las Nieves, hay también unas formaciones semiacuosas, pastosas como la leche condensada, como pelotas de nieve, eso es fascinante”.

Muchas son las curiosidades de esas oquedades. En Cienfuegos, por ejemplo, están tres de las cinco cuevas más profundas de Cuba, entre las que se destacan Anygar y Vencejo. En la franja costera sur abundan también cavernas surcadas por ríos subterráneos de gran caudal, muy peligrosas para la exploración, porque siempre pende la amenaza de una subida del nivel de las aguas a consecuencia de una tormenta pluvial. Según la espeleóloga son atípicas:

“Mira, no sólo las de la costa sur, sino también las subacuáticas, proclives al espeleobuceo, con sus peculiaridades. Esa es la segunda labor más peligrosa después del buceo bajo nieve; a mí particularmente las cuevas con agua no me gustan”.

Cuenta Rosalina que en las denominadas “cuevas de calor” ocurre un fenómeno insólito. Resulta que cuando el vapor es casi insoportable, la luz de los carbureros altera el sueño apacible de los murciélagos, que entonces se lanzan al aire en una embestida loca, alterados por la ceguera. En ese instante, al espeleólogo no le queda otra alternativa que lanzarse al piso de la gruta, y cuando cae se encuentra con que el suelo está cubierto de guano y que el estiércol está plagado de pulgas, garrapatas y otras alimañas que pican sin cesar…, pero para quien ama este universo no hay detenciones:

“Mi experiencia en ese sentido ocurrió en Guajimico, allí hay un salón que es una trampa térmica, de ahí que en pocos metros la temperatura varíe hasta 12 grados y la humedad relativa se pueda disparar. También me sucedió cierta vez que unos exploradores querían fotografiar una colonia de murciélagos, no se podían usar las luces frontales ni otras, se pretendía trabajar sólo con flash, pero alguien se equivocó y encendió el carburero y la que se formó fue terrible, pero no le temo a la avalancha, ni tampoco a los insectos del guano, los veo como parte de ese ecosistema tan frágil que es la cueva, donde hay que proteger la fauna cavernícola”.

Rosalina afirma haber leído en su juventud a Emilio Salgari y a Julio Verne, pero asegura que el que más le llegó fue Jack London. Toda aquella literatura de aventuras seguro pudo haber influido en su vocación. También admiró al doctor Antonio Núñez Jiménez cuando leyó Medio siglo explorando Cuba:

“Esa lectura me causó embeleso. En lo personal considero a Núñez Jiménez como un paradigma, y para mayor satisfacción fue él quien fundó el 15 de enero de 1940 la Sociedad Espeleológica de Cuba, fecha escogida luego para celebrar cada año el Día de la Ciencia Cubana”.

Rosalina sufre aún las consecuencias del último accidente subterráneo que le ocurrió en febrero, del que afirma le sucedió por negligente:

“Dentro de una cueva nunca eres experto, nunca es suficiente la experiencia. Quien olvida esos preceptos lo lamenta, porque estás en un medio hostil donde tus sentidos están minimizados. El día del accidente me convencí una vez más de que los espeleólogos tienen que ser respetuosos de la vida propia y de la de sus compañeros.

“Este es un trabajo interesante y de mucha utilidad, hay que proteger cada investigación, ser un gran conservacionista, hay que enseñar a la gente a amar las cavernas. Tal vez muchos ignoren que el 80 por ciento del agua que se consume tiene origen cársico, pero si no los enseñan nunca lo sabrán”.

Aunque ha tenido que ausentarse de las cavernas, cree que las trajo a su casa para aprovechar este tiempo de manera optimista:

“Entre mis amigos y yo surgió la idea como un consuelo, hasta que apareció la palabra exposición y preparé un Geosalón que se desarrolló el pasado mes de mayo durante cuatro días. Tuve mucha ayuda de la Empresa de Flora y Fauna y ahora preparamos otro evento para el primero de octubre que es el Día Mundial del Hábitat”.

Esta muchacha, que también ama su carrera de Agronomía (la está terminando por dirigido) cuenta que encontró un punto de contacto entre esa especialidad y la espeleología:

“En el programa de estudios se incluyen la Zoología, la Biología animal y como dentro de las cavernas hay diversidad de aves, haré mi tesis sobre esos temas”.

¿Planes?

“Oficializarme en la Sociedad Espeleológica de Cuba y seguir adelante con mi grupo. Conocer palmo a palmo esos lugares en que las tinieblas mayorean, donde los procesos naturales no están sometidos ni a los ritmos del día y la noche, ni de las estaciones. Vivir para ese instante que significa franquear el umbral de lo desconocido, descubrir lo insólito, palpar las magnificencias del Universo”.

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Dagmara Barbieri López

Periodista. Máster en Ciencias de la Comunicación.

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