Brujas, curanderos y remedios “milagrosos” en la historia de Cienfuegos

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Con el desarrollo de la ciencia moderna, entre los siglos XVI y XIX, la medicina fue consolidándose gradualmente como un campo científico propio. Los galenos comenzaron a formarse con arreglo a programas de estudio cada vez más rigurosos, que certificaban sus saberes y competencias. Sin embargo, mientras la medicina universitaria, de base científica se institucionalizaba, otras variantes tradicionales del arte de curar no desaparecieron; antes bien, fueron conformando lo que pudiéramos llamar una “penumbra médica” que unas veces competía y otras se aliaba al médico, dentista o farmacéutico titulado. Las prácticas de curanderos, flebotomianos y comadronas, junto a charlatanes que ofrecían remedios asombrosos para curar enfermedades terribles, tampoco faltaron en los distintos espacios de la región cienfueguera desde los tiempos fundacionales y —seguramente— aún antes.

La primera referencia histórica de prácticas no científicas de la medicina data del propio año de la fundación de la villa Fernandina de Jagua. En septiembre de 1819, con la llegada de 9 colonos más desde Nueva Orleans en la goleta “María”, aumentaron los casos de “fiebres y del vómito”. Para enfrentar la situación, Agustín de Santa Cruz y Honorato de Bouyón convirtieron sus casas en virtuales hospitales para atender a los enfermos, mientras el boticario Félix Lanier establecía un pequeño botiquín que fue de gran ayuda al médico Domingo Monjenié. Una tercera persona se dedicó también a la atención de los aquejados del mal: una anciana, recién llegada de Yaguaramas, llamada Doña Belén, en cuyos remedios muchos confiaron y parecen haber resultado eficaces. “El médico, el boticario y la curandera, asistían a los enfermos de la colonia, convertida en un verdadero lazareto”[i].

Anuncio de una comadrona en la prensa cienfueguera (1885), obsérvese que refiere la titulación recibida.

A partir de este hecho, la popularidad de Ñá Belén, también conocida como la “vieja de las calabazas” —porque se asentó en el barrio del mismo nombre— aumentó notablemente y se corrió la voz de que podía curar cualquier enfermedad, por grave que fuese. Pero los días de gloria pasaron vertiginosos y pronto las dudas y resquemores comenzaron a aflorar entre los vecinos de la villa. Las razones para la animadversión hacia la anciana se explicaban quizás porque nadie sabía nada de su vida previa; o tal vez por su apariencia inquietante: “alta, algo encorvada, ojos pequeños y vivos, nariz corva, en conversación con la barbilla, la boca sin dientes, arrugada y terrosa la piel”.

Lo más probable, sin embargo, es que los remedios de Ñá Belén ya no surtieran el efecto deseado en los enfermos que requirieron su atención, así que pronto las habladurías de la comarca la tildaron de “bruja” y lejos de atribuirle dotes curativas, ahora la acusaban no solo de provocar enfermedades y desgracias, sino también de arrebatar los niños enfermos a sus madres para matarlos y emplearlos en sus conjuros. La situación de la anciana se tornó insostenible y nunca más se supo de ella: tal vez huyó, ante la amenaza inminente a su vida o tuvo un trágico fin a manos de uno o varios de los iracundos y sugestionables lugareños. Adrián del Valle, en sus Tradiciones y leyendas de Cienfuegos, nos revela, entre otras, la más popular de las salidas míticas al enigma:

Se dio por cierto y averiguado, que un sábado, en tanto se remontaba la bruja en el espacio, cabalgando en su escoba y llevando una gran sarta de niños muertos colgados de una mano, sosteniendo con la otra un enorme paraguas y rodeada de murciélagos y lechuzas, una madre que acababa de perder a su hijito, al verla, precisamente en el momento que la bruja parecía alcanzar la Luna, la conjuró con los sagrados nombres de Jesús, María y José. Al instante, la maldita bruja estalló como un cohete; sus chispas rodaron por la estrellada bóveda celeste y se apagaron en el horizonte[ii].

 Otra de las prácticas empíricas de la medicina era la flebotomía o sangría del enfermo, empleada para determinados fines terapéuticos en la época. Antonio Barceló fue el primero de los flebotomianos conocidos en Fernandina de Jagua. La administración de la villa tomó razón de su título en enero de 1832. Aunque muchos de ellos actuaban sin licencia, por lo general eran capacitados y habilitados por el gremio médico dado lo delicado y riesgoso de sus procederes. Estos combinaban casi siempre esta ocupación con la de extraer piezas dentales y el desempeño del oficio de barbero. Aún hoy en muchos lugares del mundo, las barberías continúan anunciándose con los colores azul, rojo y blanco que representaban -respectivamente- la sangre venosa, la sangre arterial y la venda que cubría la herida[iii].

Los saberes obstétricos y ginecológicos tradicionales eran ejercidos por las comadronas, que resultaban auxiliares eficaces al aliviar la carga asistencial del galeno. Una parte de ellas también recibían entrenamientos y licencias para realizar sus prácticas. La mayoría de estas mujeres, también se dedicaban al oficio de curanderas, habida cuenta del papel como cuidadora que la mujer ha jugado históricamente en la familia. Entre sus artes, se incluía, desde luego, la medicina verde, quizás de las más eficaces por su carácter natural, sobre todo ante la ausencia de médicos y medicamentos.

Anuncios en la prensa local de supuestos remedios eficaces contra la gonorrea, el asma y las “sofocaciones nerviosas” (1889-1892).

La primera comadrona de la que se tienen noticias en la comarca fue la holandesa Leonor Delponte quien, al menos desde 1829 ejercía el oficio en las tierras de Jagua. Aunque algunas otras, como María de la O son consignadas en las fuentes históricas, consideramos que muchas más féminas anónimas, aunque igualmente expertas, deben haber acompañado la llegada de nuevas vidas a la región cienfueguera desde entonces y hasta bien entrado el siglo XX.

En lo que a los mercaderes de medicamentos milagrosos se refiere hay “mucha tela por donde cortar”. Muchos de ellos incluso eran médicos o farmacéuticos titulados. Otros declaraban estar avalados por criterios autorizados y pretendían recibir además la anuencia oficial para comercializar a mayor escala. Tal es el caso siguiente, verificado a principios de la década de 1870:

Carmen Aycart de Catalá, natural de Valencia y vecina de Cienfuegos, solicita un real privilegio para vender varios medicamentos secretos contra el vómito negro (fiebre amarilla), reuma y otras enfermedades y envía cartas de facultativos que lo aprueban [iv].

Las autoridades españolas decidieron denegar la petición de marras por carecer de todo fundamento. El charlatanismo evidente en este ejemplo topó con un mecanismo institucional basado en el desarrollo científico. Para el momento en que nos situamos, el gobierno colonial contaba ya con un acreditado órgano asesor en la Capital para dirimir este tipo de cuestiones: la Real Academia de Ciencias, Médicas, Físicas y Naturales de la Habana. Desde sus muros, no por casualidad, sería enunciada una década después por el ya eminente oftalmólogo Carlos J. Finlay, la teoría que señalaba con acierto al agente transmisor de la temible enfermedad, que el secreto medicamento mencionado pretendía a ciegas combatir.

La academia habanera y concretamente los miembros de su Comisión de Farmacia debieron rechazar en más de una ocasión propuestas similares que anunciaban “de un plumazo” la eliminación radical de azotes como el de la fiebre amarilla o el cólera, que a la sazón golpeaban con fuerza la salud y la vida de los habitantes de la Isla. Entre 1881 y 1884, durante la existencia del Centro Médico Farmacéutico de Cienfuegos, primera sociedad científica surgida fuera de la Capital, la comarca pudo contar con su propio órgano consultivo para resolver esas y otras cuestiones que precisaran de la experticia del gremio médico.

Remedios y bálsamos “milagrosos” para la cura de múltiples enfermedades se anunciaban en la prensa cienfueguera (1885-1889).

Con todo y ello durante el último tercio de la centuria, la prensa cienfueguera, comenzó a servir como plataforma para anunciar -entre otras muchas cosas- “productos médicos” de toda índole y procedencia. Suponemos que, para la época, aún con el consejo oportuno del doctor de cabecera, sería una tarea ardua discriminar cuales eran efectivos e inocuos entre la diversa “oferta terapéutica” existente.

En una misma página, podían encontrarse lo mismo un “bálsamo colombiano que curaba toda clase de dolor, incluido el reumatismo y la gota”, que un “delicioso licor fortificante, aperitivo, digestivo y antifiebroso”, recomendado para las señoras, los niños y los viejos; o unos cigarros indios “elaborados con plantas medicinales que curan infaliblemente el asma y alivian todas las sofocaciones nerviosas”. Otros “remedios fabulosos contra la gonorrea, la impotencia, la debilidad seminal o la espermatorrea”[v] parecían sacados de un cuento de Las mil y una noches.

Algunos anuncios, junto a los adjetivos grandilocuentes, para avalar la supuesta eficacia del producto empleaban estrategias de legitimación como esta: “El Dr. J. W. Dowsing afirma que lo ha empleado en 42 casos de fiebre amarilla y tiene la satisfacción de afirmar que no ha perdido a ninguno”[vi]. De este modo, se minimizaban las posibilidades de que las dudas se interpusieran entre el medicamento estrella y el incauto comprador.

Una variante relativamente frecuente empleada por los pícaros de la época para lucrar a expensas de los ingenuos nos la ilustra este corresponsal del Periódico cienfueguero El Siglo en 1889:

Nos dicen que anda por aquí un joven dedicado al arte adivinatorio, que cura toda clase de enfermedades, que magnetiza pedazos de ladrillo, (…) dicen que cura con polvos de cáscara de plátanos y que pide a sus clientes libras de azúcar para prepararles jarabes. Bueno sería que el señor subdelegado de medicina prestara oído al rumor popular y le enseñara al mocetón ese que es mejor una guataca y doblar el lomo que explotar gente cándida. Cuando los adivinos no saben el número que obtendrá el premio mayor de la lotería, para salir de apuros, deben ir a tumbar cañas o a sembrar boniatos[vii]

Aunque algunos de los oficios aludidos, como el de los sangradores, fueron desapareciendo con el avance de la medicina científica, los curanderos y comadronas, transitaron hacia el siglo XX republicano y continuaron acompañando al profesional de la salud, unas veces para bien, otras no tanto. En lo que respecta a los charlatanes y expertos en el arte de embaucar antes que en el de curar, fueron desplazados por el desarrollo de la farmacología y la industria farmacéutica. Pero ojo, siempre estarán dispuestos a resurgir, bajo novedosas formas, ante necesidades no resueltas para engañar inocentes. No lo olvidemos.


[i] Rousseau, Pablo L. y Pablo Díaz de Villegas. (1920). Memoria descriptiva, histórica y geográfica de Cienfuegos (1819-1919). Establecimiento Tipográfico El Siglo p.47.

[ii] Del Valle, Adrián (1918). Tradiciones y leyendas cienfuegueras. El siglo XX. La Habana, (pp.145-153)

[iii] Molejón Hernández Molejón, R. M., & Armas Vázquez, A. (1991). Panorama de los servicios de salud en Cienfuegos. Facultad de Ciencias Médicas. Cienfuegos, (p.13)

[iv] Ministerio de Ultramar (1871). “Expediente de solicitud de privilegio para vender medicamentos secretos”. Archivo Histórico Nacional de España. ES.28079.AHN/16//ULTRAMAR,4730,Exp.30

[v] La Berenjena (1885, enero 20), La Verdad (1889, enero 2), Cienfuegos. El popular (1892, sept 12) Cruces

[vi] La Lealtad (1885, septiembre 29)

[vii] “El adivino” El siglo (1889, agosto 08). Cienfuegos.

*Profesor e investigador de la Universidad de Cienfuegos ¨Carlos Rafael Rodríguez¨. Miembro de la Unión de Historiadores de Cuba (UNHIC) y de la Sociedad Cubana de Historia de la Ciencia y la Tecnología.

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Vero Edilio Rodríguez Orrego

Profesor e investigador de la Universidad de Cienfuegos ¨Carlos Rafael Rodríguez¨. Miembro de la Unión de Historiadores de Cuba (UNHIC) y de la Sociedad Cubana de Historia de la Ciencia y la Tecnología.

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