Vidas al límite: otro antihéroe de Scorsese
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Justo un cuarto de siglo después de Taxi Driver, Martin Scorsese y Paul Schrader profirieron, Vidas al límite mediante, otra admonición a las heces deyectadas por un orden social en uno de sus blasones de poder —la ciudad—, tras el parapeto ocular de un nuevo vigía nocturno. Él, a diferencia del Travis Brickle de aquella película de los setenta, montan en ambulancia y no lo asedian intereses criminales, sino otras obsesiones psíquicas, aunque también relacionadas con la muerte.
Ambas obras son dos intensos, crudos viajes interiores a las alucinaciones de la mente de un hombre, a la sordidez de un marco espacial en las scorsesianas malas calles de la noche neoyorkina devorada por la triste suerte de ser madre y asesina de su fauna.
En el vertebramiento de Vidas al límite (Bringing out the dead), transportación al celuloide de la reciente novela semiautobiográfica de Joe Connelly, confluyen innegables vasos comunicantes con Taxi Driver e, incluso, visto desde perspectiva más general, se evidencian líneas de continuidad con un segmento determinante de la filmografía de un realizador autoimpelido a aprehender en el neurograma de su ejecutoria las oscilaciones de la nervadura social de su país.
Mas, Scorsese, a quien el acre Tennessee Williams le aconsejara no concentrar su cámara en brutalidades tan terribles, configura un trazado artístico a Vidas al límite que la dota de un aura muy personal. Y al visionarla queda claro que, en un intento de medición objetiva de su diámetro de irradiación, huelgan reminiscencias aunadoras y localizaciones improcedentes de analogías, en tanto estamos ante un trabajo de interés valorable per se.
A su puesta en escena la valida un conjunto de elementos formales que al interactuar con la, apreciada en escorzo, tambaleante, críptica historia defienden notablemente el guion más atropellado de la tetralogía escritural de Schrader para Scorsese. Esta tremolina frenética, esta visceral descripción surrealistamente realista de un estado psicótico es asistida de manera marcada por la vocación amarga del diseño de producción del a Martín carísimo Dante Ferretti; la complicidad volitiva de la cámara de Robert Richardson y, sobre todo, la labor de Thelma Schoonmaker, la habitual montajista del creador de Uno de los nuestros.
El estilo visual de Martin, de forma indisoluble asociado con la mano de Thelma desde veinte años antes del filme, cobra ahora inusitados niveles de movilidad, en lo fundamental durante las escenas del seguimiento, a ritmo de infarto, de la ambulancia del paramédico Frank Pierce (Nicolas Cage), eje de la trama.
Pierce es un tipo a milímetros de reventarse, cuyos evasivos diarios, café y alcohol, más que olvidar le hacen soliviantar los fantasmas de los muertos que no salvó en la noche eterna de su oficio. Tarea nefasta que en los últimos meses inexorablemente lo conduce a presenciar sucesivos tajazos de la muerte, sin posibilidad de escape para sus pacientes-víctimas. Salvar a alguien y quitarse a sí por un momento ese lastre adherido a la cabeza en su obsesión: la única manera de propinarle un palmazo a las voces que le susurran sin cesar. Todo tal mea culpa, reiterativo y por momentos farragoso funciona en buen grado gracias a la variedad de ángulos de la interpretación de Cage y a la dosificación de la abrumadora carga dramática narrativa mediante notas de humor negro (y blanco), aportadoras de un efecto desdramatizador. Por su lado, la incorporación del personaje de Mary (Patricia Arquette), la hija de uno de los seres atendidos por Frank, busca encontrar el factor de equilibrio necesitado por el personaje central en su insistencia fuera de control. Ocurre empero que a la larga se convertirá en un elemento disociador del entorno y hasta del segmento horario escrutado por el filme, de tanta significación en el relato.
La película suma otros curiosos personajes a la trama, cada uno con sus traumas y un perfil psicológico muy bien definido en el guion: los tres acompañantes de Frank en la ambulancia, en bruto y descaricaturizados, habla más de la condición humana que la novela de Malraux. Mientras transportan muertos de su mundo bajo de castas desatendidas a un Averno peor, el de un hospital público en los Estados Unidos, rumian frustraciones y sus vidas al límite se encierran bien sea en la religión, la violencia o las quimeras, en pos de neutralizar la oquedad displicente de su desolación.
Vidas al límite, el filme, un boleto de ida a los intersticios de la conciencia y su revés, supone la reivindicación absoluta en el cine scorsesiano de su preferencia por antihéroes lejanos a los perfiles tradicionales apetecidos por la industria, y la confirmación de que lo mejor de sí lo iba a seguir dando en el futuro en el perímetro espacial urbano contemporáneo, lejos de Budas tibetanos y sacrilegios ambientados en el inicio de Nuestra Era. Al tiempo y el ambiente a los que mejor les toma el pulso el creador de El lobo de Wall Street son a estos, donde su función de radiógrafo social de una contradictoria gran nación incrementa, en cada nuevo filme de semejantes características, crecidos márgenes de agradecimiento de la pantalla hacía sí.
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