Talión por Guiteras

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El impecable uniforme militar expelía aún la fragancia de las caricias con que la mujer lo despidió temprano en la mañana en la recién estrenada casa de Buenavista. Por un momento volvió a verse del brazo de la bella Olga mientras abandonaba la Catedral de la Purísima bajo la bóveda de aceros formada por los sables de sus compañeros de armas. En los oídos murmuraban las sacrosantas palabras del padre Carmelo Jiménez, unión eterna hasta que la muerte los separe.

Apenas habían pasado seis días de la vistosa ceremonia. Le pareció ver a la novia del brazo del teniente coronel Abelardo Gómez Gómez, jefe militar de la provincia, que le hacía el honor de asistir a la boda con todo su séquito.

Cayo Loco.

Podría decirse que era un hombre feliz. Si no fuera por la sombra de la pesadilla de la noche anterior, su rostro fuera el modelo perfecto para un escultor empeñado en personificar la suerte. Carmelo González Arias se tocó las charreteras de comandante estrenadas el 17 de febrero último y comprobó que todo estaba en orden en la jefatura del Apostadero Hernández Ruda, sede del Distrito Naval del Sur de la Marina de Guerra, en la estación cienfueguera de Cayo Loco.

Eran las diez y media de la mañana del sábado 9 de mayo de 1936. Las rutinas propias de una instalación militar seguían su curso, casi por inercia, de tan bien aprehendidas que las tiene la dotación, desde este pinareño de 27 años y carrera meteórica hasta el alistado Ramón Lapido, cienfueguero hijo de maestro público, que acaba de colocar ante las narices del jefe la bandeja con la correspondencia del día.

Pudo comenzar por hojear El Comercio, que en su edición del lunes 4 dedicara casi un cuarto de la página de crónica social a destacar su boda con la señorita Olga Arriola Decall, hija del apoderado de los cuantiosos bienes de Nicolás Castaño, pero prefirió abrir antes un sobre oficial remitido por el Estado Mayor de la Marina de Guerra. El matasellos tenía las señas de la oficina de Correos que funcionaba en el antiguo convento de San Francisco, en el corazón patrimonial de la vieja San Cristóbal de La Habana.

Por las esquinas cortadas del sobre de Manila podían verse las aristas de circulares y órdenes de mando. El destinatario desató el cordel de cáñamo que aseguraba el paquete y el mecanismo de la bomba tardó una milésima de segundo en hacer estallar la media libra de dinamita al 40 por ciento camuflada en una caja de tabacos anidada entre la documentación castrense. Calificación de diez puntos para Cándido Durán, alias Pu Yi, el pirotécnico a quien la Joven Cuba encargara la confección del artefacto en la casa marcada con el número uno de la calle San Bernardino, en Santos Suárez.

El hombre de impecable uniforme militar se trasmutó en un ripio sanguinolento y los tatuajes de la pólvora borraron cualquier vestigio del perfume hormonal de Luna de Miel con que su mujer lo despidió en el amanecer de Buenavista.

Desde la clínica del doctor Miguel Villalvilla el reporter de La Correspondencia fue exhaustivo en el inventario de heridas, magulladuras, mutilaciones y quemaduras que presentaba el cuerpo del comandante González Arias, hincado por docenas de astillas de madera, con incisivos de menos y un huraco de más en la ingle izquierda.

A las once y media arribó a la instalación médica de la calle Cuartel, número 18 moderno, el teniente coronel Gómez Gómez, tras una hora de frenético raid automovilístico desde Santa Clara. A las dos de la tarde el team de Villalvilla: González Muñoz, Diego Montalvo, Fernández Tablada y Díaz Jacomino, dio por terminadas las curaciones con el paciente en estado de shock. Aunque reservado, el pronóstico de los galenos dejaba nota de la posible supervivencia del herido, pero alertaba del peligro inminente de perder la visión completa y una mano. Por lo menos.

Pasadas seis horas exactas del estallido en Cayo Loco un avión de transporte Bellanca del Ejército Constitucional, convertido en ambulancia ocasional, trasladó al politraumatizado oficial a la clínica Cuatro de Septiembre, el hospital de la Ciudad Militar de Columbia.

El Morrillo.

Comenzando por un joven zapatero que tenía su taller en San Carlos, frente a la Casa Trevijano, se sucedieron las detenciones en Cienfuegos hasta llegar a 18. El remendón había entrado al Cayo a media mañana sabatina para dejar unas botas de baqueta.

En su edición del lunes 11 El Comercio aportó el detalle de una foto de Antonio Guiteras y una corona de flores aparecida al pie del monumento a los Mártires, en Prado y Zaldo. Le faltó comentar que el viernes 8 se había cumplido el primer año de la muerte del líder de Joven Cuba cazado por el Ejército en las cercanías del fuerte matancero de El Morrillo.

Tampoco recordó que quien fuera ministro de Gobernación del gabinete de Ramón Grau San Martín murió de un único tiro que hizo diana en su corazón de 29 años y medio. Ni que en su juventud en Pinar del Río tuvo un amigo llamado Carmelo González, el francotirador que se vistió de Judas Iscariote en un pequeño cerro junto a la corriente del río Canímar.

Luego de sucesivos reportes de mejoría difundidos desde la clínica de Columbia, un ataque de uremia terminó con la vida del jefe del Distrito Naval Sur a las siete y 45 de la noche del domingo 18 de mayo de 1936.

La Joven Cuba había aplicado la Ley del Talión a uno de los dos principales protagonistas de la traición de El Morrillo. El otro, Rafael Díaz Joglar, sería cazado a tiros en pleno Vedado, calle 21 entre C y D, el 31 de diciembre de 1945.


Nota: El autor agradece la colaboración de Juan R. Ferrer Vergara, guiterista de cuna.

 

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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