San José y otros proyectos en Jagua

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Vivimos en Cienfuegos, que antes fue Fernandina, pero también pudo ser San José de Jagua. Y estar ubicada en terrenos de Juraguá. Todo si hubiera llegado a cuajar el proyecto fundador presentado por don José Laguardia el 26 de octubre de 1764.

El 6 de noviembre del siguiente año el Gobierno Superior de la Isla de Cuba sometió a la consideración del Rey de España, acompañado de un plano confeccionado por José Cotilla, aquel plan que anticipaba la fundación de una ciudad con el título de diocesana y sufragánea. A fin de disfrutar de los privilegios correspondientes a esos tipos de asentamientos humanos.

A semejanza de otros ilustres sucesores en tales empeños fomentadores, Pepe Laguardia pedía para sí el título de Conde de Jagua.

Y como dato curioso aconsejaba que la población fuera establecida una legua tierra adentro.

El pretendido fundador asumía el compromiso de entregar un solar a cada familia, más una caballería de tierra –valuada en 100 pesos-, una yunta de bueyes, una vaca parida, seis gallinas y un gallo.

Para el primer quinquenio aseguraba que ya tendría el trazado de la villa sobre aquellas tierras rojas al oeste de la bahía, así como los principales edificios, incluyendo plaza, cárcel, corral y carnicería.

Obvio que aquel proyecto se quedó en letra muerta, pero resulta curioso conocer que mucho más tarde, en 1809, el acaudalado habanero José Anastasio García Menocal, comprador de la hacienda Ciego de Juraguá a su tocayo Laguardia, tuviera también afanes fundadores en el propio sitio.

Para poblar la villa en el lugar que llegaría a ser famoso luego por sus henequenales y platanales pensaba importar familias desde Santo Domingo y sufragar de su peculio todos los gastos de la inversión demográfica.

En 1814 García Menocal reiteró su propuesta. Estaba listo a ceder un centenar de caballerías, y traer colonos de varias procedencias hasta un total de 566 personas, sumados blancos y negros.

Durante los años–décadas–siglos de la prehistoria de Cienfuegos resalta también la presencia por estos lares de una comisión de ingenieros tutelada por el gobierno insular, que en 1796 trazó un plano de la bahía y dictaminó como sitio ideal para levantar una población el de la península de La Majagua.

Variante con la cual concordaría don Agustín de Santa Cruz al ofrecerle a De Clouet los terrenos del actual centro histórico para asentar la Fernandina de Jagua, el 22 de abril de 1819.

Porque don Luis pretendió fomentar el poblado con sus franceses en las márgenes del río Saladito, donde antes una comunidad indígena habitó el batey Cuacoí. Hasta que Santa Cruz lo convenció de las facilidades de esta punta de tierra donde hoy crece la ciudad vieja.

Pero quien viaje más atrás en la máquina del tiempo topará con la Real Orden del 30 de abril de 1725 disponiendo la construcción de una fortaleza en la boca de la bahía, y el traslado al pie de sus muros de la población de Trinidad. Los trinitarios se negaron a aceptar la permuta forzada, a pesar de las multas que podía imponerles la Corona.

El Rey sancionó el 4 de abril de 1727 otro documento de igual valía que aceptaba la propuesta de don Manuel García Barrera, quien alentaba la empresa de fortificar el acceso al puerto de Jagua y formar un poblado con 100 familias traídas desde Canarias. Por cierto, algunos de aquellos posibles colonizadores salieron desde las Islas Afortunadas, pero con tan mala suerte que perecieron en un naufragio y el proyecto de Manolo García se fue a pique.

Resulta una fiesta para la inteligencia de los historiadores fabricar las hipótesis que expliquen el porqué España dejó sin colonizar por tanto tiempo las márgenes de -para evitar el término absoluto- una de las tres mejores bahías del archipiélago mayor de las Antillas.

Más cuando por los contornos de Jagua pasaron en época de fundación de las siete primeras villas desde el mismísimo Adelantado Diego Velázquez, hasta el padre Bartolomé de Las Casas, su amigo Pedro de Rentería y el sanguinario Pánfilo de Narváez.

Pero si las cabezas pensantes del gran proyecto colonizador de la Isla prefirieron otras coordenadas para sus poblaciones primigenias, al menos hubo dos españoles de a pie que se enamoraron de un lugar digno de figurar con los siglos en toneladas de tarjetas turísticas.

Claro que de paisajes sólo no vive el hombre. Las crónicas más antiguas cuentan que el primero de aquellos ibéricos, de nombre tan carente de linaje como José Díaz, cohabitaba allá por 1508 con la india jagüense Aneguesía en el sitio de Tureira. Aproximadamente por donde cuatro siglos más tarde el potentado asturiano Acisclo del Valle edificó su ecléctico palacete.

El otro, de quien sólo quedó en los anales el nombre poético de Lope, convivía 20 años más tarde con una autóctona anónima en el mismo paraje, conocido entonces como El Amparo.


Nota: El autor agradece al espíritu de Los Pablos: Rosseau y Díaz de Villegas, por habernos legado los apuntes que hoy nos permiten atisbar algo de nuestro pasado a través de las brumas del tiempo.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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