Miike dinamita el edificio ideológico del samurai

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Las películas del prolífico director japonés Takashi Miike (Muerto o vivo, Audición, Visitor Q, La felicidad de los Katakuri, Ichi el asesino, Una llamada perdida) son provocativas, ambiguas, hiperbólicas, demenciales, subversoras de los cánones y muy violentas.

En su cine hay de todo, menos calma e introspección. Por eso, es una rara avis del realizador un largometraje con la parsimonia y la postura analítica de Harakiri (2011), nuevo acercamiento fílmico a la novela de Yasuhiko Takiguchi, ya adaptada por el director Masaki Kobayashi en su legendario filme homónimo de 1962.

El cine japonés ha desacralizado bastante la figura del samurai, desde las obras de los cineastas clásicos hasta los guerreros homosexuales del realizador Nagisa Oshima. Miike va más lejos, e impugna aquí, con la fusta en la imagen, la doble moral; el sinsentido de conceptos tan arraigados por la tradición, como a la larga hueros o fútiles; y la deshumanización de los clanes feudales, sometidos a preceptos férreos e inamovibles.

El empobrecido samurai sin dueño Motome llega a la mansión de un poderoso señor, con la petición de hacer acto de harakiri o suicidio, aunque su real intención es que este se conduela de su triste suerte y le regale unas monedas para sobrevivir y poder pagar el doctor de su hijo pequeño, quien está enfermo.

Pero nadie se apiada del joven guerrero, quien, debido a las penurias económicas, llega a vender su espada, considerado el más alto símbolo de honor de estas figuras de la historia japonesa.

Con el fin de dar una lección a posibles imitadores, prácticamente lo obligan abrirse las entrañas, mediante una improvisada espada de bambú que lo destroza lentamente, sin matarlo, hasta que alguien se digna a cortarle la cabeza e interrumpir así su sufrimiento.

Definitivamente, el hijo de Motome fallece, y la esposa empeora de su también resquebrajada salud, hasta morir igual. El padre del joven, otro samurai, bien curtido este en el arte de matar, es testigo de tal tragedia de redobles helénicos/shakesperianos, y acude a la mansión donde sucedió el forzado harakiri.

Entre muchos flash backs, amén de una propensión oral impropia del cine de Miike y un evidente exceso de subrayados que lastima la obra, cuanto vemos y escuchamos en pantalla refleja la posición interpretativa del autor con respecto a un determinado período de la historia del Japón y la terminación de un modo de vida.

Ese modo de vida es el de los ronin o samurais a sueldo, quienes quedaron sin trabajo tras la desmembración del shogunato y vagaron entre campos y aldeas, en busca de sustento o de la muerte autoinfligida.

Dicho suicidio era menos el resultado de un supuesto acto de valentía que la consecuencia de la desazón imperante en aquellos asalariados en paro, a través de cuya imagen Miike transmite al espectador un paralelo con el estado de cosas actual en un mundo de desempleos, crisis e incertidumbre generalizada.

El padre de Motome pone en solfa el absurdo manual de ritualidades del clan, e, incluso, el supuesto valor a toda prueba de los samurais. A quienes más incidieron en la muerte de su hijo, les corta el cabello, símbolo máximo de deshonor. Varios se esconden.

Este hombre cuenta la verdadera versión del harakiri del hijo, en el patio de la villa señorial, ante todos, y serrucha el piso de la ideología de los poderosos, al demostrarles la falta de honor en la que incurrieron al provocar la inmolación con intenciones malsanas.

El Harakiri de Takashi Miike habla de las mentiras inventadas por los hombres para sobrevivir entre el abrigo de las épocas, sin reparar, en muchos casos, en el daño ocasionado a los demás.

Lo hace en una película parsimoniosa, queda, lánguidamente bella, similar a un paisaje otoñal de la campiña japonesa.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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