La uruguaya

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Con fidelidad, delicadeza y sensibilidad, La uruguaya (Ana García Blaya, 2022) reproduce un estado de ánimo, que es el instante o etapa de encantamiento de un hombre mayor de cuarenta años con una joven. Se trata de un tránsito, a veces emotivo-sentimental, no tantas físico, el cual suele llegar a su término a falta de uno que emprenda la trayectoria con el mismo ímpetu que el otro. Por regla, ella.

Debido a ley de vida, ordenanzas biológicas, pertenencia a circunstancias de época contrarias u otras razones, acontece, en no pocas ocasiones, la disolución de estas alianzas fugaces que, desde la perspectiva masculina, guardan su fundamento en la nostalgia por la juventud evanescida, en el deseo de volver a revivir los romances con la intensidad con que fueron experimentados en la mocedad.

Ansias tales impregnan al personaje central del filme, Lucas Pereyra (incorporado con solvencia por Sebastián Arzeno, repitente en el cine de la directora), escritor argentino sumido en las ventoleras existenciales de los cuarentas, sobre quien, raudo, el relato transmite la información pertinente: al minuto 3 este hombre duerme y de su sueño se apodera la imagen de una veinteañera, cuyo rostro se recorta contra el fondo del mar y le dice «vamos más lejos».

La muchacha objeto de sus ensoñaciones vive en el vecino Uruguay, se llama Magalí (la asume, en loable ejercicio histriónico, Fiorella Bottaioli) y lo conquistó durante un efímero e intrascendente episodio nocturno, el cual nuestro hombre idealiza y le sirve para elucubrar una trama romántica que probablemente no tenga muy en cuenta los verdaderos sentimientos de la joven extranjera, ni tampoco la realidad.

Adaptación de la novela homónima de Pedro Mairal, La uruguaya define el núcleo duro de su trama a lo largo de la jornada que Lucas pasa en Montevideo. Viaja allí con el objetivo de un trámite financiero vinculado a la retirada de dólares –según indica el filme, más factible hacerlo acá que en Buenos Aires–, y para reencontrarse con su nada oscuro objeto del deseo, con quien mantenía contacto virtual.

Los sentimientos del personaje, más bien cándidos, se abrazan con lo idílico, sin tampoco dejar de intervenir el interés sexual. De hecho, Lucas renta la habitación de un lujoso hotel de la capital uruguaya, pero tanto el modo en que discurre el azar de la jornada como las elusiones o reticencias de Magalí impiden la llegada de ambos allí.

García Blaya, realizadora quien llamó la atención desde su debut en 2019 mediante la recordada Las buenas intenciones, halla una voz fidedigna al inventariar el registro sentimental de ese día. Es tan vívida dicha traza, que muchos pueden sentirse reflejados en la interacción de Lucas/Magalí, transcurrida hasta la caída de la noche, por la ciudad donde escribió y murió Mario Benedetti, el escritor de La tregua.

Salvando las diferencias notables entre la relación manifiesta en la novela y la del filme, ráfagas de esta comedia dramática me hacen pensar más en pasajes de La tregua que en el mismo claro referente de García Blaya: la trilogía Antes de… (Richard Linklater, 1995-2013).

A reconocer, la destreza de la cineasta para implicarnos en la historia, gracias a la forma de aprehender, canalizar e interpretar cuánto le ocurre a Lucas: su erupción y sosiego, el candor y las ganas que le pone a algo tan intenso y fugaz, que en su caso no será al final algo superior al espejismo que adorna una crisis. Un estado de ánimo.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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