La Universidad de Cienfuegos, los amigos y el alma
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A propósito del aniversario 46 de la Universidad de Cienfuegos este 6 de diciembre
Bautizamos al lugar como “El cuadro”, un alias que representaba la amplia vista extendida ante nosotros tras un ventanal semidesnudo en el cuarto piso del docente. Desde allí contemplábamos el verdor que rodeaba el campus del entonces Instec, hoy Universidad Carlos Rafael Rodríguez de Cienfuegos.
Más que un simple lugar derruido o apartado de todos (hoy no existe), aquel cuadro llegó a convertirse en nuestro espacio simbólico, un sitio desde el cual nos protegíanos de las tensiones y emociones propias de la vida académica.
Nadie recuerda con precisión quién lo denominó de esa manera, pero su existencia era fundamental para mi grupo. Allí nos desestresábamos, lejos de las cargas de los seminarios y de las exigencias de materias como Práctica Integral, Fonética o Traducción. Estudiábamos la Licenciatura en Educación con especialidad en Lengua Inglesa. Además del preciado título universitario, anhelábamos conectar con algo más profundo.
Desde este pequeño sitio —cercano a una escalera apartada que servía como escapatoria— analizamos el presente y proyectamos el futuro. Allí entendimos el verdadero sentido de la universidad. La UCf nos proporcionó las aulas, los libros y el conocimiento, pero “El cuadro” nos otorgó el alma.
A mi mente vuelven las carcajadas tras un chiste mal narrado o las alegrías por el examen aprobado. Con la misma fuerza compartimos las penas de un amor no correspondido o la decepción por una calificación inesperada. Era el entorno donde la pasión por el aprendizaje y la necesidad de la construcción colectiva fluían sin limitaciones.

Las discusiones acaloradas sobre política, economía, historia, cívica, psicología o idiomas fueron formativas. Cada uno de nosotros llegaba con sus creencias, ideas, opiniones, novedades…— adquiridas o heredadas— y las lanzábamos al ruedo para luego confluir en extensos debates. Tuvimos broncas antológicas cuando no lográbamos encontar un punto medio en nuestros discursos, pero siempre tuvimos claro que debía primar el respeto.
De manera implícita aprendimos que aun en desacuerdo, un argumento no debe excluir al otro. Es preferible confrontar las diferencias apoyándonos en razonamientos sólidos. Esta lección, quizás la más valiosa, no formaba parte de ningún currículo académico.
La UCf, sin duda, nos brindó herramientas docentes, fundamentos científicos y disciplina intelectual. Sin embargo, fue en ese ambiente vibrante e imperfecto donde también adquirimos habilidades esenciales para la vida. Nos enseñó a convivir en la diversidad, a gestionar la frustración y a celebrar el éxito colectivo. Aprendimos que el horizonte avistado desde el campus no era un destino inmutable, sino una dirección que se configuraría a través del diálogo, el debate y cada expresión de solidaridad.
Al mirar hacia atrás, comprendo que la universidad fue mucho más que un espacio donde adquirir conocimientos; fue el lugar en el cual forjé mis ideas, mis valores y encontré mis amistades más queridas. Lo que soy hoy —con mis aciertos y contradicciones— se debe en gran medida a esos años vividos.
Estas líneas las redacto a manera de celebración para mis compañeros de aula, amigos (hoy con más de 20 años de graduados) cómplices en sueños y desvelos, aquellos que hoy siguen siendo pilares en mi vida, forjados en el calor de ese espacio-refugio que encontramos en los predios de la universidad.
Igualmente deseo agradecer a los docentes que sembraron semillas de curiosidad y rigor en nosotros, varios de ellos cercanos en edad a sus estudiantes, que indujeron los escogiéramos como nuestros modelos a seguir desde entonces.
Además de ser una institución académica de prestigio, la Universidad de Cienfuegos represrnta el punto de partida desde donde comenzamos a explorar el camino de la vida. En el corazón de ese paisaje se encontraba “El cuadro”, nuestro lugar favorito, que pervivirá como un símbolo de que la vida se construye, preferiblemente, en compañía.
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