La hemicránea de Poncio Pilato

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Si le preguntas a alguien sobre lo que valora más en la vida seguro que menciona la salud. Después viene el amor y el dinero. O viceversa. Pero con la salud nunca fallan. Con toda razón, porque si no hay salud de qué estamos hablando.

Ese era el mismo punto de vista del Poncio Pilato de El Maestro y Margarita, la soberbia novela de Mijaíl Bulgákov. El prelado romano estaba reclinado en la silla mientras escuchaba al rey de los judíos con la más absoluta repugnancia, una repugnancia que terminaba inspirando lástima, pues Poncio Pilato apenas podía abrir los ojos del dolor que en ese momento le rajaba el cráneo. El reo aparentemente no estaba al tanto, y le seguía explicando algo que no quería escuchar.

De súbito el dolor desaparece. Poncio Pilato puede abrir el ojo izquierdo y contempla al joven que le hablaba de la bondad de los hombres. Piensa entonces que se trata de un gran médico. Se lo pregunta. Jesús le dice que no y hasta se atreve a llamarlo buen hombre. El procurador comprende que debe salvarlo, llevárselo bien lejos para que lo cure de la hemicránea. Sin embargo, cuánta fatalidad al descubrir que está allí porque encabezó una rebelión, porque atentó contra el poder del César. Comprende que no hay nada que hacer, excepto aprobar la ejecución y dejar que el Pequeño Sanedrín se salga con la suya.

Mijaíl Bulgákov era médico. Vivió en la Rusia soviética de Iósif Stalin y la sufrió profundamente. Cuentan que poco antes de morir recibió una llamada del propio Stalin para preguntarle si era cierto que planeaba abandonar el país. A partir de 1930 Bulgákov desapareció casi por completo de la vida literaria y teatral rusa. Sus obras inéditas solo pudieron ser publicadas muchos años después de su muerte, como sucedió con Novela teatral, La huida, y El Maestro y Margarita, que apareció en 1967.

El fragmento es tomado de Poncio Pilato, segundo capítulo de la novela.

“Entonces se escuchó la voz cascada y ronca del procurador.

—Desátenle las manos.

Un legionario de la escolta dio un golpe en el suelo con la lanza, se la entregó a otro, se acercó y desató las cuerdas del prisionero.

El secretario recogió el pergamino y decidió no escribir por el momento y no asombrarse de nada.

—Confiesa —dijo Pilato en griego, bajando la voz—, ¿eres un gran médico?

—No, procurador, no soy médico —respondió el detenido y con gusto se frotó las muñecas hinchadas y enrojecidas.

Pilato, severo, con el ceño fruncido, atravesó con la mirada al detenido. Sus ojos ya no eran turbios y en ellos aparecieron las chispas conocidas por todos.

—No te lo he preguntado —dijo—, ¿quizás sepas latín?

—Lo conozco.

Las amarillentas mejillas de  Pilato enrojecieron y preguntó en latín:

—¿Cómo supiste que yo quería llamar al perro?

—Muy sencillo. Alzaste la mano en el aire —respondió el detenido en latín y repitió el gesto de Pilato— como si quisieras acariciarlo y los labios…

—Cierto —dijo Pilato.

Callaron. Después Pilato preguntó en griego:

—Entonces, ¿eres médico?

—No, no —contestó el detenido con viveza—. Créeme, no soy médico.

—Está bien. Si quieres mantenerlo en secreto que así sea. Esto no tiene relación directa con el asunto. ¿Así que tú afirmas que no convocaste a que derriben… quemen o destruyan el templo de una forma u otra?

—Hegémono, yo no incité a nadie a semejante acto. Lo repito. ¿Acaso parezco un tonto?

—Oh, no, tú no te pareces a un tonto —respondió el procurador en voz baja y sonrió con extraña sonrisa—. Entonces jura que no lo hiciste.

—¿Por quién quieres que jure? —preguntó con gran viveza el detenido.

—Bueno, por lo menos por tu vida. Es el mejor momento pues, para que lo sepas, ella pende de un hilo.

—¿No pensarás que tú lo colgaste, hegémono? Si es así, mucho te equivocas.

Pilato se estremeció y respondió entre dientes:

—Yo puedo cortar ese hilito.

—En eso también te equivocas —replicó el detenido con sonrisa luminosa mientras que con la mano se protegía del sol—. ¿Estarás de acuerdo conmigo en que cortar el hilo probablemente solo lo puede hacer aquel que lo colgó?”

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