La familia Savages: presas de la indefensión

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Junto a la ingeniosa pero a todas luces sobrevalorada Juno, La familia Savages (The Savages) fue uno de los dos sucesos del cine independiente estadounidense en 2007. Objeto de disímiles lauros, mayoritariamente aupada por la crítica en su país, sin embargo tuvo acogida desigual en el gremio dentro de Europa o Latinoamérica, donde algunos especialistas la enjuiciaron como una variante indie de En sus zapatos, petulante y cargada de falsedad intelectual, opiniones que no comparto.

Película del universo Sundance -con su signo inconfundible de obra de cámara cuyo relato se sustenta en la ya usual (pero aun no agotada) receta de incidente familiar que provoca acercamiento de miembros alejados, a quienes el reencuentro les provocará una marea de implosiones y resacas de fuertes explosiones emocionales-, La familia Savages es lo mejor de dicho cine que pasa en las pantallas nacionales durante los últimos meses.

En su segunda película, la realizadora y guionista Tamara Jenkins monta en ese tren cuyas calderas usan parte del carbón primigenio de John Casavettes y lo tripulan los Wes Anderson, Spike Jonze, Noah Baumbach, David Gordon Green, Jason Reitman o Alexander Payne (a quien ella tiene aquí de productor ejecutivo), en su auto de fe contra las miserias morales y sofismas-patrones de vida de parte de la clase media intelectual estadounidense.

Pero ni este es tampoco un filme-diatriba ni, pese a su grado de emparentamiento, constituye una mera réplica de Los magníficos Tenembaums, Historias de familia, o Entre copas, en tanto retrato de seres humanos perturbados por algún tipo de fracaso, nihilistas, desasidos del cordón umbilical que los une a cualquier clase de afectividades o fe -no sea la de tratar de dormir bien esta noche con la menor cantidad posible de ansiolíticos-, despiadados con el prójimo, casi insufribles como personas.

Los hermanos Savages, Wendy y Jon (interpretados por una Laura Linney en trance excepcional al lado del inefablemente dúctil y lamentablemente fallecido Philip Seymour Hoffman) tienen algo de eso, sí -e incluso otras cosas peores-, pero no se parecen al monstruo agresivo de Nicole Kidman en Margot y la boda, de Baumbach. Esta son gente que se sitúan más acá, cerca de un punto medio donde el dolor aun no ha hecho metástasis en la conducta.

Son mercancía dañada, pero con el derecho de todos a continuar, cuya desprotección emocional e inseguridad para dar pasos en la vida, así como ese patológico miedo a madurar en el enfrentamiento a las cosas duras u horribles que ésta entrega a cuentagotas o en tropel, establece conexión con la ausencia de la brújula y el cartabón enrumbadores en la pizarra filial de su existencia.

Ese padre que ennegreció el mapa sentimental de su infancia, por hecho u olvidos, ahora acusa demencia senil y es expulsado del sitio donde vivió durante largos años, sin comunicación alguna con ambos hijos. Ellos viajan del otro costado de Norteamérica a encontrarse con ese algo definitorio que solo les ayudó a definir su mal carácter: el viejo patriarca Savages, desde este momento a la merced de los vástagos.

Amargos, desconfiados, recelosos, envidiosos consigo mismo, renuentes a tratar con nada que suponga salir de la rutina, al par de hermanos, -dramaturga de poca fortuna ella, profesor universitario de teatro él- esta convocatoria familiar forzada les hará sucumbir sin remedio en ese sumidero de incontinencias de tanto cine independiente americano; y, claro, sobrevendrán las consabidas raciones de psicoanális con aire de intelligentzia, desesperación, catarsis y (al menos en este filme) redención o algo que se le parece.

Pero la Jenkins, pese a caer en varios estereotipos a lo anterior ligados (difícil no hacerlo en tramas semejantes), no puntea siluetas de arquetipos ni le apetece aplastar a sus personajes, aunque algunos así lo hayan leído. Junto a la bilis, hay humanidad, y hasta bastante humor; mas, sobre todo, ternura. A los 39, Wendy; y los 42, Jon, los dos tienen una necesidad inmediata de amar (por entregar amor ella lo ofrenda a plantas y animales, y hasta al emigrante nigeriano que es capaz de leer su puesta aun no llevada a escena). Su hermano tiene la sangre fría de enviar de vuelta a Polonia a su pareja, al no querer casarse con ella y así proporcionarle la ciudadanía, aunque la quiere y, como la mujer recuerda, este hombre llora cuando ella le fríe un huevo.

Lo que pasa con esta gente que nos pone a par de metros la Jenkins es, primero, que son malos traductores de sí mismos sin mucho ánimo de descomplejizarse; y luego, que les faltan dígitos para instaurar el código de su presente. Quizá el hecho de que en su abc erró el matemático al cual ahora velan entre hogares de ancianos y al punto de la muerte representa una pista que regala el relato, pero no debería o tendría que ser la única. A lo mejor no tuvieron a manos en el momento dado, o no les dio la gana de coger a tiempo, la tabla de salvación que los alejara un tanto de la bruma que cinceló su languidez.

Más que mala leche, maldad o alevosía, en la conducta de los Savages se acumula fragilidad e indefensión. Son seres humanos legítimos, reales, tangibles los que propone la Jenkins en una historia contada con sensibilidad por una creadora que demuestra oficio y quien constata habilidad para andar sobre un campo de minas dramático en sus aristas sentimentales y lograr salir de él indemne, sin golpes bajos, demagogia e impostura.

 

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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