“El desierto es una cantera inagotable de historias”
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Desde esta sección ya hemos reseñado al Premio Nacional de Literatura de Chile 2022, Hernán Rivera Letelier (Talca, 1950), un literato amigo de Cuba, quien nos ha visitado en múltiples ocasiones a propósito de la fiesta de las letras que acontece en La Habana y otras provincias todos los años.
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En las dos últimas ediciones de la Feria, el chileno volvió a seducir a los lectores cubanos con dos novelas nacidas –otra vez– de sus interminables andanzas y experiencias “por el desierto más triste del mundo”. Desde aquellas “blancas peladeras del demonio”, parten las narraciones de los textos que proponemos hoy en Oficio de Leer, Fatamorgana de amor con banda música, bellamente publicada por la casa holguinera Ediciones La Luz, en 2019, y también Los trenes se van al purgatorio, lanzada por la Editorial Arte y Literatura en 2023, de amplia distribución en el sistema de librerías de nuestro país.

En ambas, Letelier nos lleva como de costumbre hasta la región del Atacama donde brotan infinitas historias, infinitos personajes, que sufren, que son explotados, que desfallecen, arden y mueren consumidos en aquellas arenas inhóspitas. Y a pesar de esa crudeza, el narrador es capaz de hacer que sus criaturas amen de una manera extraordinaria poniendo de manifiesto siempre la posibilidad de ser felices en el contexto más adverso.
Ese espacio –también mítico/mágico– ha sido el que Rivera Letelier ha donado a la literatura universal; la pampa inabarcable, contradictoria y violenta donde se vivió una apoteosis en las últimas décadas del siglo XIX y un declinar paulatino a finales del año 1929, con la crisis financiera que fue borrando del mapa –literalmente–a los cientos de oficinas salitreras que explotaban el llamado “oro blanco” en la geografía de Chile. Por eso también este escritor ha dejado con sus libros una impronta; la fuerte crítica social y una documentación sorprendente de aquel momento histórico.
A la par de construir a sus caracteres, el novelista coloca en sus páginas las enormes desigualdades y carencias de los habitantes de la región, en su mayoría emigrantes buscando oportunidades mejores. Ejemplo de uno de esos lugares es la oficina Pampa Unión donde se desarrollan los acontecimientos en Fatamorgana…, semejante a otras que los lectores ya conocen, como la salitrera María Elena, Chacabuco, Candelaria, Marusia, San Gregorio, Los Dones, etc., donde la explotación de los magnates sobre el hombre jornalero definía el día a día.
En medio de esa realidad se halla la profesora de piano Golondrina del Rosario –hija de un peluquero anarquista– y Bello Sandalio, el trompetista de la llamada Banda del Litro. Envueltos en el telón histórico por la visita a las salitreras del dictador Carlos Ibáñez del Campo, la relación de los protagónicos es llevada y traída por la melodía de sus respectivos instrumentos musicales, y se precipita luego hacia la tragedia, esa que Hernán Rivera esboza siempre con locuacidad, congruencia entre pensamiento y acción dignas de todo elogio.
Si en Fatamorgana podemos discernir bien los personajes centrales del resto de los no pocos secundarios y episódicos, en Los trenes se van al purgatorio, el autor se las ingenia para montarlos a todos en El Longino, nombre por el cual se conocía al tren Longitudinal del Norte que recorría cerca de mil 800 kilómetros, en cuatro días y cuatro noches, cargando la más variopinta galería de individuos; aquellos que iban o regresaban de las mencionadas oficinas hasta las grandes urbes del país.
Con esa truculencia que lo caracteriza, el chileno ha creado con ese viaje del Longino un “puente” en el que se mezclan los personajes de varias de sus novelas. Deviene en una suerte de “Comedia Humana Pampina”, donde interactúan héroes y heroínas que aparecen en textos anteriores al 2000 (año de publicación de esta novela), dígase la propia Fatamorgana de amor con banda de música, Himno del ángel parado en una pata y La reina Isabel cantaba rancheras, sin olvidar obras posteriores, menciónese a Mi nombre es Malarrosa o El arte de la resurrección. Cada uno de ellos desempeña un rol en ese rompecabezas que constituye el Longino, que se estira y se difumina como un acordeón por aquellos páramos con sus 14 vagones; convoy que de veras existió como medio de transporte de pasajeros hasta finales del siglo XX.
“El desierto es una cantera inagotable de historias como esta”, afirma el narrador. Y las conoce muy bien porque allí vivió, trabajó y amó en su juventud este escritor que cumplió recientemente 75 años. Hoy en sus pulmones está todavía impregnado el caliche, ya no como una enfermedad enquistada sino como un rasgo único que hace despuntar y vibrar su prosa donde quiera que sea leída.
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