Disparo tan limpio como traidor ante el estanquillo de tabacos

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Por la progresión de los dígitos sucesivos la fecha semeja una pérfida cábala trazada por el destino con lápiz de afilada punta: 10 de noviembre (mes 11) de 1912. Domingo por más señas. El tren Artemisa-Habana acaba de detenerse por unos minutos en el andén de la estación de Güira de Melena y un hombre hambriento de nicotina aprovecha para bajar al estanquillo y pedir un tabaco, “pero que sea de los buenos”, precisa. Paga con una moneda americana de 10 centavos y cuando intenta llevarse la breva a los labios le falta tiempo para comprender en propia piel que la vida es breve, demasiado en ciertas ocasiones.

El disparo a quemacarne destrozó primero la masa encefálica del negro altísimo presto a deleitarse con el aroma de la hoja vueltabajera, pronto atravesó el ala de su sombrero y terminó haciendo añicos el cristal de la cantina. Tan limpio como traidor, el tiro que entró por la base del cuello y salió con un trazado diagonal a través de la materia gris por encima de la ceja derecha derribó en fracciones de segundo el cuerpo del coronel Isidro Acea Gil sin manchar siquiera con una gota de sangre la elegancia de su vestimenta.

Tanto que cuando sus antiguos compañeros de armas tienden el cuerpo de quien fuera el jefe del regimiento Tiradores de Maceo en el local del Círculo de Veteranos, situado en un ángulo del parque de la Güira, Acea lucía para la posteridad el traje de casimir francés de color carmelita, complementado por una camisa blanca, corbata de seda en marrón y zapatos amarillos de corte bajo, misma vestidura con la que salió de casa de su cuñada en Alquízar para tomar a las dos de la tarde el tren de la muerte y recorrer los últimos ocho kilómetros y medio que le quedaban de vida. En los bolsillos del muerto encontraron un peso con 20 centavos, una tarjeta postal y el nombramiento como inspector de renta. Por arma solo llevaba los puños.

Fratricidio doble, cubano muerto por cubano, liberal baleado por encargo de liberales. Tal asesinato que iba a quedar impune por el resto de los tiempos, fue uno más de los miles, incluidos los de la masacre de la Guerrita de los Independientes de Color en el Oriente, con que los combates políticos saldaron el año de 1912 en toda la Isla, afirmó hace unos años en Cienfuegos el doctor Eduardo Torres Cuevas, presidente de la Academia Cubana de la Historia.

El victimario, al que la mayoría entonces relacionó con el guardia rural Marcial Duconjar, luego recibió ascensos en vez de barrotes.

El avanzado estado de preñez de Patricia Roig, la mulata achinada que el héroe de ébano hizo su mujer en los campos de Nueva Paz cuando aún la guerra negaba la razón del toponímico al poblado del sureste habanero, determinó el viernes anterior al domingo fatal el viaje del coronel hasta Alquízar. La futura parturienta, carente de familia en la capital, clamaba por la asistencia de la hermana para traer al mundo al fruto que abultaba su vientre. Esperanza llegó justo 17 días después de comenzar a ser huérfana de padre.

Aunque tanto encono flotaba en el aire de aquel noviembre, a más de 11 décadas de distancia, otras hipótesis se remiten a una supuesta conspiración en la cual la mano de Acea estaba señalada para ejecutar al mayor general Mario García Menocal, electo nueve días antes como tercer presidente de la República con los votos de la Conjunción Patriótica Nacional y el apoyo tácito del mandatario saliente y supuesto adversario, José Miguel Gómez.

A diferencia del ocupante de la primera magistratura, Isidro Acea era un hombre a carta cabal de su partido, el Liberal, el mismo de José Miguel. Y como tal fue uno de los protagonistas de la campaña a favor del candidato doctor Alfredo Zayas, hermano del malogrado general Juan Bruno Zayas, a cuyas órdenes combatió en ocasiones durante los meses precedentes al combate-emboscada del Punto de Gabriel, el 30 de julio de 1896, cuando una bala española segó la existencia del joven médico habanero.

UN GUION DE PELÍCULA

Los historiadores coinciden en señalar al 15 de diciembre de 1895, cuando la Invasión rompió el dique español en Mal Tiempo e infló velas hacia el Occidente azucarero, como la fecha de ingreso a las filas insurrectas del soldado Isidro Acea, un hijo de esclavos mandingas que apenas frisaba los 22 años.

Apenas 358 jornadas después, la tarde del 7 de diciembre del año siguiente cuando la finca San Pedro marcó de luto la geografía de la isla tras una escaramuza que se cobró la vida del Lugarteniente General Antonio Maceo, Isidro Acea llevaba sobre los hombros los grados de comandante y mandaba el regimiento Tiradores de Maceo, encargado de cubrir el último campamento del Titán, por el flanco sur-sureste a unos 575 metros del cuartel general, con avanzadas en los puntos de Cuatro Caminos de Piña, Los Mameyes de Claudio y San Pedro Arriba.

Que un muchacho nacido en barracón de esclavos tuviera una carrera militar tan fulgurante, al extremo que el paladín de la Invasión, el estratega político que se hizo la voz de la Cuba insurgente a la sombra de los mangos de Baraguá, consintiera el uso de su nombre para identificar a la tropa de fusileros del negro bien aparecido para la causa entre los cañaverales de Las Cruces, parece un guión de película, aunque por aquellos días el séptimo arte comenzaba a balbucear sus primeras imágenes entre las manos lionesas de los hermanos Lumiere.

En muy alta estima tendría a Isidro el hijo de Mariana cuando le encargó operar en el complicado escenario militar del suroeste de la antigua provincia habanera, al este de la trocha Mariel-Majana, mientras él libraba entre vegas y mogotes de Pinar del Río su campaña postrera. Los hilos de la historia solo aguardaban para entrecruzar los caminos del caudillo de las 26 heridas, premios de guerra que le hicieron coquetear con la inmortalidad, y el oficial veinteañero que afilaba su machete con piedras de testosterona.

A fines de enero y principios de febrero del 96 cuando el general-cronista José Miró Argenter resume los últimos acontecimientos del empeño invasor en las llanuras de Matanzas y La Habana, escribe el de Isidro Acea entre los nombres hasta hace poco anónimos que ya comenzaban a sonar en el concierto de la que fuera considerada como la epopeya militar decimonónica por excelencia.

Por entonces estaba a las órdenes del Generalísimo Máximo Gómez, quien según Miró aprovechó aquellas jornadas de guerra de desgaste en la antesala de la capital de la colonia y “adiestró a la gente novel y preparó para acciones más difíciles a los oficiales que sobresalían por su valor y entusiasmo”.

Entre otras circunstancias, el atentado mortal aquel mismo domingo contra el presidente del Consejo de Ministros de España, José Canalejas, le robó espacio en la prensa cubana de la época al crimen político en el andén ferroviario de Güira de Melena.

En 1957 cuando el periodista Mario Cuéllar Vizcaíno preparaba su libro Doce muertes famosas, imprescindible fuente que alimenta estas líneas rememorativas, anduvo por Abreus y dialogó con veteranos de la Guerra del 95, calificó de sorprendentes las hazañas del protagonista de esta historia que todavía atesoraban sus longevos compañeros de armas.

Bravo entre los bravos. Pelear por delante de la vanguardia del Ejército lo hacía relamerse de gusto. El gusto del atrevimiento. Palabras que pudieran emplearse a manera de retrato sicológico del coronel Acea, otro ilustre desconocido entre sus compatriotas de la contemporaneidad.

Patricia Roig también debió conocerlo casi a la perfección y en su momento aseguró: “A Isidro había que matarlo de espaldas y asegurar bien el golpe, ¡ya lo creo!”.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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