Dinosaurios dormidos sobre un mar de clorofila

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Semejan animales prehistóricos dormidos para siempre en medio de un mar de clorofila. Cuatro patas de hierro y dos vigas en posición de plano inclinado que aún unen el esqueleto a diez varas del suelo.

Son muy pocos los que todavía motean de nostalgia la menguada geografía azucarera de la provincia de Cienfuegos. Pequeñas salas de historia al aire libre, en las que muy pocos reparan, pero allí luchan contra el olvido esas piezas del museo incompleto de la que fuera nuestra industria nacional.

Los restos de los chuchos cañeros encarnan en metal oxidado una lección en la asignatura imprescindible Historia del azúcar en Cuba. En un auditorio a cielo abierto.

Eslabón secundario de la cadena de transporte de la jugosa materia prima en el camino del cañaveral al basculador del ingenio, los chuchos eran durante los 150 días de zafra el corazón de los bateyes.

A los chuchos, o grúas si se quiere, llegaban las carretas generalmente tiradas por tres yuntas de bueyes: la de pie, la del medio y la guía, cuyo paso cansino “alentaba” la vara terminada en agujón que empuñaba el madrugador carretero.

Por los ramales ferroviarios, en su mayoría de vía estrecha, que los enlazaban al molino, entre pitidos de puntualidad las negras locomotoras del siglo XX temprano llegaban con sus convoyes de carros-jaulas vacíos, y al poco rato emprendían el camino de retirada con su preciada carga de canutos en trozos.

Ese acarreo sucedía por lo general de media tarde en adelante. Porque cuando aún los gallos estaban en plena sinfonía de cantos viriles los carreteros ya se disputaban el primer turno para trasegar su carga, tres estibas organizadas casi a la perfección sobre el lomo fibroso y estirado de los estrobos.

La operación esencial del chucho consistía en alzar por los aires el contenido de la carreta, deslizarlo en la horizontal y dejarlo caer de sopetón en las fauces del carro. Los había provistos de un “winche” movido por la corriente eléctrica, pero en otros eran los cascos bien afincados de los nobles toros castrados los que hacían las veces de amperios y voltios.

Pero antes había que posar el rústico medio de transporte encima de la romana, o la pesa, que traducía en arrobas el valor del cargamento vegetal, del cual saldría el salario de los macheteros, el carretero y los operarios del chucho, incluido el pesador. Y la ganancia del colono, por supuesto. En sus dos formas, anticipo y liquidación.

Un buen día, es un decir, en la frontera tecnológica entre los sesenta y los setenta los chuchos comenzaron a extinguirse como dinosaurios aplastados por el meteorito de la modernidad.

Su lugar en el paisaje rural fue ocupado por los centros de acopio. Que no eran lo mismo ni tampoco igual. Luego le llegó el turno de la desaparición a las angostas vías férreas que tejían el entramado de la industria, como una telaraña hecha de rieles y travesaños de quiebrahacha, que comenzaba su dibujo en el patio del ingenio.

En la orilla oriental del pueblo al que afilio mi existencia había un chucho, desde donde en las tardes de nuestro proyecto inacabado de invierno partía la caravana de carros cargados hasta el tope con las cañas producidas en las pequeñas y medianas colonias de las riberas del río Anaya. Rumbo al basculador del antiguo central San Agustín, renombrado Ramón Balboa luego de la nacionalización de 1960.

Se me pierde en un recodo de la memoria la fecha en que el chucho que por años habían operado Rodolfo Morales y su familia dejó un vacío en la geografía pueblerina.

Cuando más, en la piel de una añosa ceiba cercana al emplazamiento queda la marca de los cables empleados un día para devolver a las paralelas una locomotora, que tal vez embriagada de trabajo, perdió el tino y aparcó en la cuneta. Aquel accidente me lo contó el viejo amigo Oscar Pérez. Lástima que ya no pueda leer esta crónica dulzona.

En los tiempos que corren, con sus prisas de megabytes y microchips, para la mayoría la palabra chucho se asocia si acaso a un interruptor de corriente o una frase del argot juvenil.

De niño me intimidaba el chucho, no el artilugio mecánico trasegador de cañas cortadas y transportadas por los hombres de mi familia. Sino el vergajo forestal con el cual los mayores solían firmar la ley del respeto debido.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

Un Comentario en “Dinosaurios dormidos sobre un mar de clorofila

  • el 25 agosto, 2022 a las 10:55 am
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    Bello su artículo, me dio mucho sentimiento leerlo yo también nací muy cerca de un chucho y de un central azucarero del cual hoy no queda nada solo el recuerdo de mi niñez que mi padre me llevaba en tiempo de molienda por las noches . En Camajuani Luis Arcos Berne antes Carmita. No sabe usted cuanto llore cuando supe que lo estaban demoliendo

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