Cuando acecha la maldad

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Al construir una película como Cuando acecha la maldad (2023), Demián Rugna pareciera haber pensado que no existe un mañana en el cine de terror, por tanta ansia y desborde creativo que energizan a la pantalla con la fuerza de un temporal en la Pampa, por no guardarse ninguna pesadilla en el tintero, por ascender el gore a un peldaño inusual, por ir a contracorriente al socavar las bases de lo unánimemente consensuado en materia de la «imagen permisible».

En su nuevo exponente del género, el realizador de Aterrados (2017) tiene la osadía, desparpajo o improcedencia, según quién y cómo lo mire, de colocar en pantalla, al minuto 36, a un inmenso perro que devora la cabeza de una niña pequeña. Salvando las enormes distancias entre ambas películas, quien firma no había visto una imagen tan perturbadora desde la secuencia de la violación del bebé recién nacido en A Serbian Film (Srdjan Spajosevic, 2010). Si bien cuanto en el largometraje eslavo era burdo atropello a la retina, concreción proveniente del más enfermizo pensamiento humano, en el cineasta argentino, sin dejar de impactar, es elemento constitutivo de la lógica dramática, consecuente con el verosímil del relato.

No será ese el único de los momentos «incómodos» de Cuando acecha la maldad, habrá muchos; otros tres de ellos, por cierto, también vinculados a pequeños, porque, como habla Rugna por la voz de uno de sus personajes, «a la maldad le gustan los niños, y a los niños les gusta la maldad». Axioma marcado a fuego en el género. Mas, aunque en la propuesta del creador bonaerense intervengan personajes infantiles, no serán estos los principales. De esa responsabilidad se encargan los hermanos Pedro (Ezequiel Rodríguez) y Yimi (Demián Salomón). Ellos viven en una remota área rural, sin ley y sin misericordia; con espacios abiertos, reses, cabras. Y miedo. Como en un western visitado por fantasmas.

Estos no llegarán envueltos en sábanas blancas, sino por la forma de Uriel, un «embichado», suerte de regionalismo para hacer referencia a los endemoniados. Rugna acomoda este tropo cardinal del género (el del cuerpo tomado por la entidad demoniaca) y lo relee sobre la pizarra personal de una película que es folk-horror en clave de drama familiar. El perro que ataca a la niña es «poseído» cuando Pedro llega a casa de su ex esposa a buscar a sus hijos para huir de ese pueblo y de la persecución del ente maligno. Entonces, su antigua mujer le espeta que en cuatro años ellos no le habían importado nada.

La tragedia a advenir con los suyos podría asemejarse a un helénico castigo por sacar el «embichado» de su entorno familiar. E igual quizá por olvidar a su prole. De ser plausible dicha lectura, Rugna estaría camuflando, o enarbolando de forma abierta, dentro de un cine rabiosamente libre en sus formas expresivas, la hoy día cada vez menos desarrollada defensa en pantalla de la unidad familiar, pero desde un prisma de causa-efecto en extremo pueril o conservador.

Con independencia de las posibles interpretaciones, de cuánto sí no existe duda alguna es de la habilidad del director para hacer tronar el género, despabilarlo y vestirlo de largo otra vez en Latinoamérica, mediante una obra que si bien comulga con muchos (Carpenter, Fulci, Aja) a la larga es muy personal, por gamberra/lunática/ultraviolenta, la cual rutila por la eficacia con que integra a la narración todo un arsenal de recursos del género a los que somatiza, para resignificar.

La película –máxima triunfadora y además Premio Blood Window a la Mejor Cinta Latinoamericana en Sitges 2023–, crispante, transgresora, alejada de corsés y fórmulas, supone bocanada de aire fresco, brizna verdísima para un género eterno, que no obstante suele tambalearse demasiado dentro de las arenas movedizas del laboratorio en EE.UU.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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