Julio Medina, soldado del teatro
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El nacimiento del Centro Dramático de Las Villas estuvo condicionado por una diversidad de factores que definieron su rápida aparición y ubicación. Los niveles económicos y el movimiento comercial de la zona cienfueguera la definen como un lugar estratégico para la fundación de la unidad artística. La existencia del grupo de teatro Ateneo, formado por jóvenes actores adiestrados, propicia el rápido progreso de la formación. Todo esto ayuda que la profesionalidad del grupo se produzca mucho antes que la mayoría de los colectivos de otras regiones del país.
Todas las zonas y territorios de la provincia hicieron su aporte a la agrupación. El matrimonio argentino de Alberto Panelo e Isabel Herrera, encargado de instituir el colectivo, desarrollaron una búsqueda minuciosa en todos los sitios y rincones. Gran talento aportó el territorio de Ciego de Ávila, Sagua la Grande, Sancti Spíritus y Santa Clara. De Placetas llegó Julio Medina Silva, un actor que mucho contribuyó al inicio y la formación del elenco, y con quien conversamos.
Julio, ¿Cómo te incorporas al teatro?
“El 17 de abril de 1961, en el parque de Placetas, en una bocina que amplificaba música en una cafetería, el famoso locutor Cepero Brito anuncia que bandas mercenarias atacan a Playa Girón. Yo con mis 16 años gritaba de euforia, y al llamado de ir a defender a Fidel y a la Revolución, fui uno de los primeros en subirme al camión tres patas de los jóvenes Rebeldes. Me convertí en uno de los tantos héroes anónimos que lucharon y defendieron a Girón y a la Revolución sin tirar un tiro.
Las circunstancias definen a todos los fenómenos y matizan el grado de participación de los protagonistas. Tanto en el ejercicio como en el teatro la premisa más evidente es siempre la disciplina. Aún en abril la Revolución no había cumplido dos años y la conducta era todavía un insipiente. Eran tiempos convulsos donde los maduros mostraban inseguridades, imaginen a los jóvenes como nosotros. Fueron los años más difíciles de ordenar, donde la ideología, la economía y los niveles culturales tenían mucha desproporción; cualquiera podía andar con una pistola en la cintura.
Era un ejército sin recursos aún, ni uniformes teníamos. Nosotros locos por disparar, exaltados, agitados, nos concentramos en Santa Clara, en la colonia y acribillábamos a balazo a un tanque de 55 galones, aprendíamos a manejar, a armar y desarmar los fusiles, pero no fuimos al combate porque no estábamos listos. Pero con el tiempo aprendimos que habíamos hecho nuestra parte cuando en el camión, en el recorrido les gritábamos a todos los hombres y mujeres apostadas en la carretera vamos para Girón, a defender a Girón. Habíamos levantado el espíritu revolucionario, habíamos reafirmado nuestra convicción por Fidel y por el nuevo proceso revolucionario”.
Narra Julio que “todos éramos muchachos de familias pobres, de bajo nivel escolar. A mí por mi estudio me designaron jefe de pelotón. En lo que nos organizamos se fueron muchos disparos y algunos hicieron blanco. Comíamos poco y dormíamos menos; nos preparábamos mucho. La provincia llena de barrios pobres, sin televisión, muchos analfabetos, sin habilidades intelectuales o manuales, barrenderos o limpiabotas.
Mi madre que no era ni sabía, ni pensadora, sino una simple mujer despalilladora de tabaco, tenía plena convicción de que si yo quería cambiar mi vida tenía que cambiar mis circunstancias; y sin ser actriz, directora o escritora, me dio mi primera lección de teatro: el individuo es lo que puede sobreponerse sobre sus circunstancias. De ella me vino también el respeto, la disciplina, la concentración de la atención y esa capacidad de obedecer de forma creativa. Es lo que ahora le llaman escuchar, interiorizar, procesar las órdenes o las orientaciones y proyectarlas en una secuencia de acciones que le den cumplimiento. Agudicé mi memoria todo cuanto pude, mis oídos, mis ojos, fotografié con las miradas objetos, lugares, personas, guardé en los recuerdos emociones y sentimientos.
Cuando me entero de que había unos argentinos en Santa Clara haciendo pruebas a todos para formar un grupo de teatro, me presento. Yo estaba aún en el ejército, eufórico todavía por hacer y defender, y con aquel cuño de mamá estampado en la frente de lo digno, lo correcto, el respeto y la comprensión. En la misma esquina del teatro La Caridad, en un salón detrás de la pizzería nos presentamos 500 jóvenes para escoger a 25. Ahí escuché por primera vez la palabra improvisar y visualicé el conflicto como generador de acción. Cuando mi buena despalilladora de tabaco se refería a papá o a las cosas de la casa decía: entre más problemas tengan la gente mejor se entienden y entre más frenos te ponga la vida, más uno tiene que empeñarse.
Alberto Panelo e Isabel Herrera eran dos argentinos conocedores del mundo del teatro y del mundo geográfico, de las corrientes artísticas y filosóficas, amigos de esta Revolución, que vinieron convocados por ella para fomentar el teatro en Cuba. Habían estudiado todas las técnicas, formas y expresiones de este y yo, era solo un soldado que había escalado a jefe de pelotón. Los exámenes eran un sistema de improvisaciones donde en algunos casos ellos te daban las situaciones y en otros tú te las inventabas. Gracias a mi estupenda memoria en unos segundos hice un recorrido minucioso por todo los que había vivido”.
Uno de los acercamientos al arte fue durante su tiempo como soldado. “Mi unidad militar había sido reconocida por el movimiento artístico que ostentaba, teníamos un grupo de teatro aficionado, quizás el único en todo el ejército, un coro con excelente voces y muchos artistas de la plástica, sobre todo pintores, y de todo yo era el maestro. Gracias a esa responsabilidad gocé de una libertad que me permitía desandar a toda hora la ciudad buscando materiales o ideas. Fue así que me enteré de la convocatoria. Quizás por ello, por el reconocimiento de mis compañeros y por su admiración por mis facultades artísticas, nunca aparecí como un desertor. Como mismo entre al ejército, voluntariamente, salí.
Mi primera improvisación fue sobre la limpia del Escambray volví a ubicarme en el campo, frente a aquel cañaveral, como mismo nos llevaron al grupo de jóvenes, que no entendíamos si aquello era real o una de las tantas prácticas. La misión era capturar a unos bandidos que se habían robado unas armas de un campo de tiro de Santa Clara y estaban haciendo fechorías. Experimenté algo que entendí luego cuando los maestros argentinos explicaron y nos dieron las clases de actuación: la memoria emotiva. Sentirme otra vez frente al cañaveral, revolvió todas las sensaciones, los miedos, las convicciones y los sustos que nos motivaron a dispararles largas ráfagas a las cañas por moverse y hacer tanto ruido.
Mi segunda improvisación fue solo eso un barbero como decía mamá refiriéndose a papá. Él es solo un barbero. Aquí lo importante no estaba en la situación sino en el personaje y en aquellos conceptos que lo hacían andar por la vida sin parecer que andaba. Mis únicos acercamientos al teatro fueron de niño en una iglesia presbiteriana, considerada protestante, y donde hacíamos muchas representaciones referidas a Cristo y a los pasajes bíblicos. Eso fue lo que me ayudó a saber cómo ubicarme en la escena para que los maestros me vieran y hasta cómo moverme y que me siguieran viendo. Lo hice despacio, como me decía el pastor.
Mi tercera improvisación me remontó a la lucha contra Batista y, recreé una historia que no me pertenecía, de un luchador que puso una bomba y los soldados lo hicieron, sin saber, sentarse sobre ella. Allí sentado sobre el explosivo trataba de contestar el interrogatorio de los soldados y demostrarle que nada tenía que ver con la lucha. Mi pensamiento se debatía en si debía levantarme y explotar con ellos o si debía cumplir con la misión. Esa era la parte que podía cambiar de la historia, pensé en mamá, en la iglesia, en el pastor, en mi barrio de Placetas, inundado de ignorancia y viviendo de la prostitución. Después de que los soldados se fueron estuve varios segundos debatiéndome hasta que logré despegarme de la bomba”.
La espera de la noticia sobre su aceptación como actor ocupó las jornadas de Julio Medina Silva. “Allí mismo no te decían si habías sido seleccionado o no, me avisaron como a los 15 días. El mensaje fue: debes presentarse el 9 de enero en Cienfuegos. No entendía por qué en Cienfuegos, pero igual fui a encontrarme con mis nuevos compañeros de trabajo. Unos meses vivimos en el hotel San Carlos, donde Cultura lo pagaba todo, después nos dieron una habitación en la casa de Punta Gorda, a la que nosotros le decíamos El Castillito. Ahí convivimos Norma Estrada, José Ramón Rodríguez Regueiro y Rigoberto Rodríguez Regueiro, los cuales eran de Sagua la Grande. Recibimos muchas clases y entrenamientos. Estudiamos psicología, filosofía, historia cubana, universal y del teatro. Nos cultivamos en canto, danza, expresión corporal, hicimos ejercicios para el cuerpo y la voz.
Vino de La Habana un dramaturgo muy reconocido, José Ramón Brenes, estudió al elenco de actores y escribió para nuestro colectivo muy específicamente la obra Aquel barrio nuestro. El estreno ese 9 de enero de 1962 fue un éxito total, se repletó el Terry y los aplausos fueron cerrados por muchos minutos. Actuamos con mucho desenfreno y gran entrega, pero estar parado ahí delante de aquel descomunal público, que ovacionaba sin cesar. A uno se le salía las lágrimas. Esa fue una chispa de estímulo, del profundo reconocimiento que los espectadores tributaron siempre a la agrupación.
Si impresionante era ver al Terry lleno a plena capacidad y sin un sitio libre donde sentarse o donde pararse, también lo era contemplar a los macheteros acomodados en el suelo, en la baranda o las ruedas de las carretas, tratando de observar. En aquella diversidad de caritas de asombro podíamos ver todos los matices de la ingenuidad sorprendida. Actuamos en los albergues de cafeteros, de cortadores de cañas, para los hombres que hacían la azúcar, y para los soldados. Fuimos a todas las unidades militares de la provincia.
Tener a los argentinos fue una suerte, eran personas muy conocedoras del arte y del teatro, con una capacidad para actuar, dirigir los espectáculos y manejar a los actores. No se le escapaba un detalle ni del montaje, ni de la escenografía o el vestuario. El grupo creció mucho en la medida que todos crecíamos de forma individual, nos superábamos en todos los aspectos del teatro. Del propio grupo fueron aflorando los directores, los dramaturgos y todos con el ritmo de trabajo que se generó”.
Aquellos fueron arduos años de creación. “Se trabajaba muchos en los montajes, en ocasiones teníamos hasta tres procesos al mismo tiempo; era una especie de laboratorio y podías cooperar en cuanto te sintiera con ganas. Muchos desarrollamos las habilidades para las artes plásticas y la artesanía. Llegamos a tener un grupo musical que acompañaba los espectáculos y hasta amenizaba cualquier espacio. Todos los actores nos habíamos desarrollado en lo físico pero nos preocupamos mucho por la comunicación oral y establecíamos una conversación con cualquiera, en cualquier pueblecito, y le contábamos un cuento de la buena literatura. Siempre no los ganábamos con algún humor, Papo Avilés, Virgilio y Posada era muy graciosos, dicharacheros y le sacaban punta hasta una bola.
Muchos pasamos cursos y nos hicimos instructores de teatro, Raúl Pérez (Bayolo), Felix Puerto… Yo me casé y me fui a vivir a Topes de Collantes donde me dieron una casa. Allá impartí clases en la escuelita, eso hasta que me encontré con Sergio Corrieri, fundador del Teatro Escambray, al que me incorporé”.
Muchas más son las vivencias y episodios que Julio Medina relata sobre su vida artística. Su sólido desempeño en el Teatro Escambray, su retiro y retorno a la ciudad de Cienfuegos, serán temas para un nuevo capítulo que estaremos reviviendo en otro momento; quizás, para el aniversario 63 del Centro Dramático de Cienfuegos.
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