1ro de septiembre: cuando los ‘príncipes enanos’ reclaman su trono
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Amanece con ese bullicio particular que solo trae el primer día de clases. Las calles, de pronto, se llenan de mochilas nuevas y uniformes impecables. Blancos inmaculados, pañoletas rojas al cuello como llamaradas de futuro. Son los “príncipes enanos” de Martí –como él mismo los nombró con ternura y profundo respeto– caminando hacia su trono: el aula.
No es solo un regreso. Es una toma de posesión. En cada pasillo de las escuelas cubanas, se palpa la energía de quien llega a lo que le pertenece. Estos niños, con sus zapatos recién lustrados y sus miradas curiosas, no son meros estudiantes: son los herederos legítimos de una nación que les fue confiada hace más de un siglo por el Maestro. “Los niños son la esperanza del mundo”, escribió, y hoy, esa esperanza camina con piernas firmes hacia su destino.
Se les ve en el patio, formados, mientras ondea la bandera. No son soldados, pero aprenden la disciplina del deber. No son trabajadores, pero ya cargan con la responsabilidad de construir. Son, como soñó Martí, la cantera donde se forja la Patria. En sus caras se mezcla el nerviosismo del reencuentro con los amigos y la solemnidad inconsciente del momento. Saben, sin saberlo del todo, que son importantes.
El timbre suena. Es la llamada a ocupar sus tronos. No son sillas de oro, sino pupitres rayados por generaciones anteriores, pero en ellos se sienta la grandeza de lo que está por venir. La maestra entra y todos se ponen en pie. Es el respeto que se tributa al conocimiento, otro principio martiano hecho carne en el ritual cotidiano de la escuela cubana.
En la primera clase, abren los libros. Pero lo que realmente despliegan es el mapa del futuro. Cada número que aprenden, cada letra que descifran, es un territorio nuevo conquistado para su reinado. Martí no quería “príncipes de papel”, sino monarcas ilustrados, armados con “la espada de la luz” del conocimiento. Hoy, esa espada es un lápiz, una libreta, una pizarra, una idea…
El murmullo de sus voces repitiendo la lección es el sonido de la continuidad. Es el mismo sonido que escuchó Martí cuando imaginaba la República, “con todos y para el bien de todos”. Aquí, en esta aula, ese ideal se hace tangible. No importan las dificultades materiales que acechan fuera; dentro, el proyecto de nación sigue intacto, encarnado en estos niños que piensan, preguntan, discuten.
La pañoleta que llevan al cuello no es un accesorio. Es la toga simbólica de su principado. Los hace iguales, como debe ser en un reino de justicia. Les recuerda, en las franjas blancas y azules de su bandera, su triángulo rojo y estrella solitaria, que su reinado tiene una historia y un propósito: defender la libertad que tantos costó ganar.
Cuando suena el timbre del recreo, el palacio se desborda de alegría. Corren, juegan, comparten lo poco o mucho que llevan en la merienda. En ese gesto espontáneo de compartir un pan o un refresco, se practica sin saberlo la solidaridad que Martí elevó a valor supremo. Son, en esencia, buenos. Y esa bondad natural es el cimiento más firme para el futuro.
Al caer la tarde, salen cansados pero radiantes. Vuelven a casa, pero no como súbditos, sino como gobernantes en formación. Llevan en la mochila, junto a los libros, la pesada y gloriosa carga de ser “la esperanza del mundo”. Han reclamado su trono por un día más.
Y así, entre lecturas y juegos, entre lecciones de matemáticas y de vida, estos “príncipes enanos” van tallando su corona. No es de oro, sino de futuro. Y el mundo, nuestro mundo, aguarda ansioso el día de su coronación.
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