Traffic: tras los itinerarios de la droga

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Seguidor consuetudinario suyo, desde que con calzas de enfant terrible levantara en Cannes ’89 la Palma de Oro con su Sex, lies and videotape, pasando por una etapa de crecimiento artístico en la cual convergen unas pocas películas olvidables, picos a lo Out of sigth y resbalones clase Erin Brokovich, hasta su  re-visión del thriller de los setenta, Ocean’s eleven y Ocean’s twelve mediante, atisbo la llegada absoluta a la madurez de Steven Soderbergh a través de esa pieza de fecunda imaginería cinematográfica llamada Traffic. Una iconoclasta advertencia en el horizonte fílmico estadounidense, cuyo sentido escrutador seguramente la habría anulado de pensarse con posterioridad al 11 de septiembre y la involución sufrida en términos conceptuales por la industria norteamericana.

No se había hecho antes de Traffic (2000) una película semejante sobre el fenómeno de la droga en los Estados Unidos. Es este un filme político con estructura de cine negro, en clave de thriller, con traza de documental; dirigido con mano sabia y serena, provisto de un discurso argumental sólido y harto bien construido, que expone con atildado sentido polémico las imbricaciones del narcotráfico y su estela destructiva. Visto ello a niveles universales y particulares, en la acepción filosófica. La cinta constituye un riguroso, por ratos atroz, objetivo diagnóstico de la metástasis que carcome a la sociedad estadounidense, realizado en órdenes narrativos a partir de la construcción de un relato operable sobre la base del entrelazado de historias que cohabitan casi con la armónica organicidad de Amores perros o Magnolia. La visión de Soderbergh está bastante exenta de autocomplacencias, y su lumbre indagadora confirma la inserción del filme dentro de ese cine mayor tan escaso hoy día en Norteamérica.

El realizador convierte a la película en un jubiloso ejercicio de estilo en el plano cromático-iluminativo. En homenaje a la pantalla de los sesenta crepusculares y sobre todo a la setentera, de cuyas barandas gusta sujetarse en ocasiones, trabaja con filtros difusores y antes de revelar lo filmado vuelve a exponer una pequeña cantidad de luz blanca para generar esa sensación de explosión blanca en las ventanas de San Diego, algo que John Boorman se permitió en alguna escena de A quemarropa hace trentitantos años. En Tijuana el tratamiento del color aplicado por el realizador-fotógrafo es oscuro (ha dicho que con el objetivo de “dar” la sordidez de lo que allí hacen los capos mexicanos aludidos en la trama), mientras que en Washington -tercer centro espacial de la historia- es azul, sin ayuda de filtros.

Cámara en mano la mayor parte de la película, todo un Correcaminos en el cuarto de edición, Soderbergh realiza una cinta agitada, convulsa como la problemática que intenta descodificar, en la que sella acertado maridaje viso-sonoro al entablar las imágenes ígnea identificación fónica con el soundtrack de Cliff Martínez -ya son ocho los filmes en que trabaja junto al creador de The limey-, que contribuye notablemente a condensar la atmósfera de tensa calma que se siente en buena porción del metraje.

En Traffic, Soderbergh se propone una pana-auscultación del narcotráfico y la narcomanía, y es ahí que le parece bien -visto en el papel lo es- poner a gravitar al unísono distintos conflictos humanos que tienen como denominador común su relación con el problema de la droga, reflejar sus derivaciones en diferentes estamentos de la sociedad. De modo que son proyectadas las angustias de un variopinto conjunto de personajes, hecho que en última instancia es portador de una intención nucleadora pragmática en el sentido sociológico. Es entonces que hay lugar para el personaje del policía Rodríguez, leoninamente defendido por Benicio del Toro, realista, completo, verosímil; o también en esa cuerda, para el de la mujer del supuesto probo hombre de negocios, asumido por Catherine Zeta-Jones, y otros de menor embrague, como la hija yonqui del zar de las drogas… Hasta llegar a su papito el zar, interpretado por Michael Douglas, cuya concepción en tanto personaje  desentona en ciertas aristas por su enfoque peliculero, resultón y pueril, que embarra de cieno barato a una obra seria. Obra que tiene en su estúpida y comercial resolución y en el diseño del zar Wakefield sus principales limitaciones.

Quien tenga algún conocimiento de la historia norteamericana reciente, sabrá las características humanas de los zares de las drogas: Barry Mc Caffrey, el nombrado por Clinton, fue un asesino de soldados iraquíes desarmados en la Guerra del Golfo, y luego lo destinaron como una de las mentes grises tras el Plan Colombia. Hay escenas en Traffic como para levantarse e irse: por ejemplo, cuando este Wakefield, señor buenazo, consciente y noblón, abandona el podio en el Capitolio tras ese “Ya no puedo más…” onírico (algo tan tontín no había tenido su reedición hasta cuando en la infernal Pearl Harbor el personaje del presidente Roosevelt se levanta de su silla de ruedas por la gloria de “América”), o cuando va a sacar a su nena de la cama del camello en el ghetto negro.

Aunque intentando comprender a Soderbergh, la huída de Wakefield y ese cierre idiota eran una de las poquísimas escapatorias posibles para salir en una película norteamericana de gran presupuesto del entuerto que ésta deja sobre el tapete:  las expresiones más visibles de un verdadero cáncer social que el filme no puede más que asomar, advertir con inusual honestidad (válido, sin dudas), pero que no puede resolver. Algo que está ya más en las manos de los reales Wakefield, de las Administraciones norteamericanas, de la profilaxis social, de abiertas reversiones de conceptos, de tantas, tantas cosas que van tremendamente mucho más allá de una película.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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