Entre la cama y la mente de Natacha

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“La literatura erótica es uno de los pocos reductos abiertos a la transgresión”, solía decir el realizador cinematográfico español Luis García Berlanga, creador del concurso La Sonrisa Vertical de la editorial Tusquets, significativo premio del género dentro de la lengua española.

Uno sigue cayendo en la olla de Obélix, engolosinándose del caldo mágico de transgresión que sale de esa marmita en fase de ebullición constante que es el cerebro del autor, al leer cada nueva propuesta de la narrativa erótica de Luis Ramírez Cabrera: uno de los dos grandes cuerpos en que se bifurca el corpus literario de un escritor que además de narrarla, investiga con ahínco en las identidades sincréticas de nuestra autoctonía, en la vida y obra de personalidades de las artes, los servicios de inteligencia y otros, evidencias dejadas en libros que salen con tanta regularidad al aire de los stands como las películas de Woody Allen.

No crea quien vaya a leer La muchacha de los espejos rotos que en sus páginas hallará el subidón crispante bukowskiano-curbeliano de los pasajes más lúbricos de Muchacha del Caribe con gato o La gruta de Cristina, ni falos talla Fernando VII ni mesalínicas deportistas de alto rendimiento de la cama al corte de Josephine Mutzenbacher, la famosa prostituta vienesa reconocida por sus habilidades amatorias y cuya vida Félix Salten trasuntara en un best seller alemán. No, el erotismo que habita su nueva novela adquiere un tono más reposado y funciona menos como sujeto que como mecanismo para pulsar las gradalidades psicológicas en que irá evolucionando su personaje central.

Incluso por momentos parece que no va de eso, aunque a la larga entra, y a veces derramando todo el magma volcánico del género.

Leyendo el volumen de Mecenas (cuya edición corriera a cargo de Carmen Capdevila, la corrección se encargara a Melba Otero del Sol, el diseño a Nelson Costa y la ilustración de cubierta a Liván Avilés) no queda menos que concordar con la escritora argentina Alicia Steimberg cuando asevera que “El libro verdaderamente ‘erótico’ es el que llega al erotismo por caminos imprevistos, incluso para el autor mismo, y sale de él con la misma naturalidad con la que entró. Siempre produce un poco de timidez, como si uno, sin quererlo, estuviese espiando una escena privada por el ojo de la cerradura”.

E incluso más, con su colega mexicana Marianne Touissant al apuntar: “El erotismo escarba dentro del ser, te hace encontrarte, reconocerte, es un ritual donde, a través de la transgresión, se entra al reino de los sentidos, se borra el sujeto y solo queda el deseo como objeto alrededor del cual gira y se arriesga todo, perdiendo historia, pasado o futuro”.

Si sabemos ya antes que Freud, aunque el hombre le endilgó el casquete lexical del Todestrieb, que la pulsión natural hacia la muerte solo es contrarrestada por esa otra pulsión fortísima, la sexual, que se opone a Tánatos y funciona como su principio de contrarrespuesta vital, se comprenderá mejor porqué la pasión de amar vivifica conducta, ánimo, nervio y razón del personaje central de Natacha, quien ante el sumidero de oquedades en que puede convertirse una existencia desprovistas de bases de arranque de la clase que fueran, encuentra en la correcta ortografía del deseo la mejor manera de escribir y describir los mensajes a dos bandas provenientes de su corazón y sus entrañas.

Natacha constituye uno de los personajes más completos de la obra de Ramírez, si nos olvidamos del “loco” antológico de Afuera acechan los demonios, su libro publicado por Letras Cubanas. Lo es porque con Natacha sientes, sufres, anhelas, aborreces, suplicas, lo que la cualifica como un ser de esos que antiguamente ciertos críticos llamaban de entidad literaria.

Y lo es de igual modo porque la respalda en tanto figura ficticia pero creíble, dable, hallable a los ojos del lector, una sólida configuración sobre el papel de su naturaleza sexual, que en sí supone carril primo de desplazamiento existencial. Ello, justo desde el instante en que, a poco de caer in media res la narración, la muchacha, aún niña, se aferra al sexo de su tío político Roberto en un banco del parque para hacerlo convulsionar ante sus ojos, hasta su graduación de mujer en un cine de barrio fellatio mediante, y toda la sucesión de experiencias que advendrá en lo adelante: la caricia plácida y blanda de Yosiel; la caricia ruda y fuerte de Saúl, entre otras…

El autor recrea así uno de los lances sexuales con este último: “Fue varias semanas después, en otro de nuestros encuentros. Ya esa tarde habíamos hecho el amor, pero joven y libertino, su lobo feroz no se permitía grandes treguas en su posesión de la Caperucita. Descansaba tendida boca abajo; él boca arriba. Apenas había recuperado el aliento y ya él estaba nuevamente como si no lo hubiera perdido. Estiré mi mano y lo acaricié. Se incorporó y se situó sobre mi espalda, se apoyó en mis hombros. “Tranquila”, me dijo, y sin más preámbulo, mordiéndome en la nuca, se introdujo en mi ano haciéndome gritar. Esa fue la primera ocasión. La segunda la busqué yo”.

La prosa ramiriana, rica en la apertura, desarrollo y solución de atmósferas eróticas, no se priva esta vez, como en ninguno de sus materiales precedentes, de introducir descripciones narrativas de alto voltaje, si bien siempre, reitero, en tono menor que en trabajos pretéritos. Aunque por lógica no vamos a consignarlas todas aquí ni nada que se le parezca, sí resultaría oportuno aludir a uno de estos pasajes donde la feraz imaginación del creador de Putear la vida se expande y refocila. Se trata de la noche de Natacha en la cabaña junto a su amiga Verónica y el hermano menor de su amiga:

Con la misma soltura con que Flaubert le contaba en sus cartas a Bouilhet esas escenas de un Egipto desfogado donde bien te encontrabas en pleno mercado a un asno masturbado por un mono o hammans de tropelías inenarrables, Natacha le cuenta a los lectores ese instante de su vida. Escuchémosla pues, que es lo mismo que hacerlo con Luis, este nuestro seguidor contemporáneo de Abdul Maliz Ben Zuhr:

“En la cabaña había solamente dos pequeñas camas. Acordamos que durmiera sola, para evitar contagios, y su hermano y yo compartiríamos el otro lecho con las cabezas situadas para lados opuestos. Al tanto del estado de mi compañera, la medianoche me sorprendió despierta. Mi joven acompañante, que hasta ese momento había mostrado un sueño tranquilo, comenzó a moverse de un lado a otro. En uno de sus vuelcos se viró hacia mí, que me encontraba tendida de espaldas, y colocó su mano sobre mi vientre. No le di importancia y me quedé en la posición que estaba para no despertarlo, hasta que un minuto después, percibí que la deslizaba hacia abajo cautelosamente, con movimientos casi imperceptibles, hasta llegar justo hasta mi sexo. Allí se detuvo. Luego, felinamente, lo oprimió. Con mucho cuidado para evitar que me supiera despierta, giré lentamente la cabeza y, con los párpados semicerrados, a la débil luz de la bombilla del baño que habíamos dejado encendida y con la puerta ligeramente entreabierta, pude ver que había puesto al descubierto, sacándolo por una de las patas del short, un pene tan grande y poderoso como el de cualquier adulto y que sostenía en su mano en franco estado de erección.

Por primera vez en muchos meses sentí un verdadero impulso sexual. Aquel niño-hombre que ahora me palpaba con cierta ingenuidad, que se acariciaba así mismo con suaves movimientos de diletante, había logrado que se encendiera mi cuerpo y la humectante condición de la excitación me inundara. Aunque sentía un mórbido deseo de extender mi mano y atraparlo, o de buscarlo con mi boca sin más preámbulos, reflexioné que aquello sería, en cierta medida, una traición a mi querida amiga. Recordé, además, a Roberto manipulando mi inocencia, y aunque era él quien me buscaba, quien había establecido el primer contacto fatal, decidí contenerme, o contenerme a medias, porque sin tomar partido activo, lo dejaría hacer facilitándole un tanto sus intenciones, hasta el límite que él mismo quisiera llegar. De todas formas, estaba segura, yo lo disfrutaría y él lo agradecería”.

Es saludable para el género leer pasajes como el anterior cuando -primeramente-, es difícil hablar de la intimidad, el deseo y la piel sin caer en los lugares comunes, cual reconoce la escritora erótica Mónica Lavín; y, luego, cuando se sabe que nada boyante anda ahora en este planeta, en momentos en que o bien se transfiguró en objeto de lesa pornografía, o bien se diluyó en la insipidez barata, cuando desaparecen algunos de sus grandes premios y el mercado editorial solo reclama lo peor de su saldo.

Instemos, pues, a su autor a continuar su andadura por un terreno eventualmente tan incomprendido u objeto de iracundos zarandeos de mojigatería, mas por fortuna, siempre respetado o al menos, tenido en cuenta por la mayor parte de los grandes nombres que en la historia de la literatura fueron y son.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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