Analogía con feliz epílogo

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El periodista brasileño Audalio Dantas logró en 1960 el best seller fave, libro basado en el diario de Carolina María de Jesús, escritora empírica, habitante de la choza marcada con el número nueve de la calle A, en la barraca de Canindé, de la periferia de Sao Paulo.

Recapitulé ese texto, considerado por avezados como “crónica de un rencor”, al entrevistar a Cícero Marcolino Da Silva Junior, también procedente de una favela de aquel Estado, actual estudiante de quinto año de Medicina en Cienfuegos.

Su tez mestiza y agraciada inflexión del portugués delatan su nacionalidad, pero solo un desenfado sin par revela la insospechada tristeza de su niñez, en un cerro de la ciudad de Poá:

“Mi infancia fue muy traumática; vi personas baleadas en las calles, los asesinatos eran la cotidianeidad, el tráfico de drogas. La adolescencia me fue más difícil aún, pues mis padres se separaron cuando tenía 15 años; junto a mis dos hermanas pequeñas los vi pelear entre ellos”.

¿Cómo pudiste abrirte paso en los estudios?

“A los 17 años y con mucho esfuerzo estaba en el preuniversitario; pude así aspirar a un curso de la Universidad de Sao Paulo, una de las mayores de América Latina, pero el gobierno me expulsó y tuve que buscar otra vía.

“Me vinculé a la organización EDUCAFRO, significa Educación y Ciudadanía de Afrodescendientes y Carentes. Representa al 70 por ciento de la población brasileña que es mestiza y al 4 por ciento perteneciente a la raza negra, pues es el segmento con menos posibilidades.

“Participé en marchas, manifestaciones, hice trabajo político con el Partido de los Trabajadores…; a los seis meses obtuve una beca de Laboratorio Clínico en un politécnico de Pinar del Río. No hubo intervención del gobierno, todo fue directo con la embajada de Cuba en Brasil”.

 

DESAFÍOS EN POS DE UN SUEÑO

¿Qué obstáculos tuviste que afrontar?

“Lo peor fue convencer a mis padres; era un día después del 11 de septiembre de 2001 y cundía el pánico en el mundo. Entonces recuerdo que les dije: ‘No pido permiso, simplemente informo’, y vine”.

¿Y la adaptación al nuevo medio, a otro idioma?

“Fue muy rápido y fácil. De entrada hasta dije que sí sabía español, lo inventé y me salió bien, creo que con esa pillada, aprendí desde el primer día a ser cubano”.

¿Y qué le decías a tu mamá sobre tu estancia en Cuba?

“Figúrate… Podrás imaginar cuál es el nivel de tergiversación, que ella me insistía mucho en si ya había visto alguna bomba, a lo que yo respondía que era tal la tranquilidad que me aburría. Entonces volvía a la carga y me preguntaba que para qué se hacían tantas reuniones”.

¿Cómo ha sido tu estadía en los centros cubanos?

“Pinar del Río fue el comienzo del sueño. Allá presidí la cátedra Cinco Héroes, participaba en muchas actividades, y cuando ya concluía Laboratorio Clínico, pedí la carrera de Medicina y me la concedieron. Luego pasé a la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM) en La Habana.

“A Cienfuegos vine porque tenía muchos amigos de aquí; también lo decidí porque he recorrido toda Cuba y encuentro la gente de esta ciudad más linda, más educada, con una vida culta y buen trato a los extranjeros.

“Tengo los mejores recuerdos de mi vida estudiantil en este país. Cuando estaba en segundo año, allá en la ELAM, en 2004, hablé durante un acto presidido por el Comandante Fidel Castro, luego él me llamó aparte y nos tomaron una foto que nunca he podido rescatar, yo quisiera que alguien del Comité Central o del Consejo de Estado me la concediera. Imagínese qué trofeo sería enseñar a mis hijos y nietos semejante momento, del primer médico de Poá, por demás graduado de forma gratuita”.

 

UN CUENTO DE VERDAD

Cícero Marcolino es parte de esa humanidad que se agita desamparada bajo techos de tablas, de zinc y de latas, descritos entre los años 1955 y 1958 por Carolina María de Jesús. Esa humilde mujer tuvo como única suerte, conocer durante su primera infancia en la escuela Allan Kardec, de Minas Gerais, cómo se formaban las sílabas y las palabras, y descubrir su pasión por las letras.

Bastó esa vocación para durante su vida adulta, en la favela, de la basura que recogía para vender y mantener tres hijos, guardar papeles y escribir el drama, que autotituló Cuarto de desahogo: “…la favela es el cuarto de desahogo de la ciudad porque ahí se tiran los hombres y la basura…”.

Y encontró la llave para abrir las puertas de esos cuartos en sus cuadernos de angustia. Aunque la tragedia de Carolina subyace hoy en su país, como en muchos de América, sus gritos de protesta encuentran eco en la materialización del ensueño de Bolívar, Sucre, San Martín y José Martí.

La solidaridad consuma el milagro de la integración, y Cícero, junto a muchos médicos del continente formados en Cuba, ayudarán a espantar el dolor y la muerte de los cuartos de desahogo al sur, al norte, al norte, al sur, en los llanos y en las pampas, a orillas de todos los ríos y las aguas, desde el Río Bravo hasta la Patagonia.

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Dagmara Barbieri López

Periodista. Máster en Ciencias de la Comunicación.

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