Alpinismo en el techo de Cienfuegos

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Hace unos años subí a lo más alto del campanario de la catedral. Algo que todo cienfueguero, sin diferencia de credo, debía hacer por lo menos una vez en la vida. En el supuesto caso que las autoridades del templo lo permitan. Desde aquella atalaya las calles parecen más rectas y la ciudad se engarza en la bahía como si fuera obra de taracea salida de las manos del más fino de los ebanistas.

Más allá de su implicación religiosa como sede de la Diócesis de Cienfuegos y la alhaja arquitectónica que resulta el inmueble en el contexto del gran joyero que es la ciudad misma, existen en su interior piezas propias de un museo.

Hablo del conjunto de campanas, del reloj de cuatro esferas, del órgano y de una escalera de madera empotrada dentro de la verticalidad de la torre principal del templo. Para contemplar tales reliquias no queda más remedio que ascender, escalar, subir, hasta poder avistar a Cienfuegos desde su techo.

Jesús González Aragón, administrador de la institución, hizo de guía en la sui géneris sesión de alpinismo citadino, luego de que el Padre Jairo me hablara de los planes para traer especialistas franceses a restaurar in situ las trece vidrieras polícromas situadas en los vanos de las ventanas superiores: El Nazareno y su docena de discípulos, dos de ellos arrasados por la herejía de los vientos del huracán de septiembre de 1935.

El primer tramo de la escalera fue un regalo a la institución, hecho por Esteban Cacicedo y Torriente, dueño de uno de los más cuantiosos capitales de la villa. En esta obra de carpintería, más los entrepisos del campanario, quien tenga buen olfato casi puede inventariar el aroma de las maderas preciosas taladas en los bosques que sombreaban la comarca de Jagua a la llegada de los primeros colonizadores.

Una placa que alardea de su lustre perfecto identifica al reloj como una donación de los hermanos Avilés, datada en 1873. El artilugio medidor del irreparable paso del tiempo fue construido por Collin, relojero mecánico sucesor de Wagner, en el número 118 de la parisina calle de Montmartre. La última reparación realizada entonces por el tornero perlasureño Noel Vera Colina, lo había dejado como nuevo. González Aragón dijo que cada dos días emplea entre diez y quince minutos en darle cuerda para animar con exactitud el paisaje sonoro de Cienfuegos.

Las campanas, regalo de don Tomás Terry y Adams, son siete en total, aunque todas no puedan apreciarse desde el nivel de la calle. Las cuatro inferiores son para repicar en caso de avisos especiales a la feligresía. Y las tres más cercanas al cielo, Matilde, Andrea y María del Carmen, cumplen el encargo de recordarnos el transcurrir de los minutos y las horas.

Lástima que apenas pudieran leerse las inscripciones sobre el bronce de los carrillones. Los detritos biológicos de decenas de palomas que toman el campanario como residencia eventual, los han recubierto con una costra escatológica convertida en máscara de los datos históricos del conjunto.

Algo similar sucede en el interior de la torre, y lo peor, sobre la madera del órgano tubular, enorme instrumento musical construido por la Casa Eleizgaray y Cía, en Azpeitía, provincia vasco-española de Guipúzcoa. Este aerófono sustituyó en 1920 al original, debido también al peculio del cabeza de la familia Terry.

Otros vecinos de la villa favorecidos por sus posibilidades financieras que, donaciones mediante, dejaron sus nombres en la memoria del templo, fueron el hacendado trinitario Domingo Sarriá, quien en 1851 obsequió la imagen de la Virgen que aún los fieles sacan en andas cada 8 de diciembre. Pedro Dorticós mandó a fabricar en la capital francesa los vitrales de Jesús y los apóstoles, cuya integridad peligró al coincidir su manufactura con los días iconoclásticos de la Comuna de París, en la primavera de 1871. Tomás Acea y de los Ríos, benefactor de Cienfuegos por excelencia, legó los mármoles del piso. Juana del Castillo, a título de vecina, dotó el altar consagrado en 1851 a Santa Rita de Casia.

La villa infantil rebautizada el 20 de mayo de 1829 como Cienfuegos, hospedaba unas tres mil almas cuando el 15 de abril de 1833 estrenó su primera parroquia, edificio sin pórtico ni torre campanario. No sería hasta 18 años más tarde que el inmueble pudo contar con tales aderezos arquitectónicos.

Entre 1865 y 1873 la parroquial mayor de Cienfuegos fue objeto de una reconstrucción total, a cargo ingeniero estadounidense Santiago Murray. A falta de varios detalles tuvo lugar la inauguración el 8 de diciembre de 1869. Ya por esa fecha estaba en un calabozo español el presbítero cubano Francisco Esquembre y Guzmán, quien sería pasado por las armas en la playa de Marsillán la mañana del 30 de abril del siguiente año. Es de inferir que los pasos de aquel cura, a cuyo cargo estaban las parroquias de Yaguaramas y Cumanayagua, desandaran alguna vez la nave central de la iglesia en remodelación.

A la memoria del padre patriota nacido en Santiago de Cuba reluce hoy en bronce la única inscripción existente en el frontis de la catedral de Cienfuegos, parte del Monumento Nacional y del Patrimonio de la Humanidad que es el Centro Histórico de la antigua Fernandina de Jagua.

Galería: Alpinismo en el techo de Cienfuegos. /Fotos: Ildefonso Igorra López.


Nota de la editora: Las instantáneas que acompañan la crónica forman parte del archivo fotográfico personal de lldefonso Igorra López. Tienen varios años desde que fueron tomadas.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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