Abuelo cuenta de Jagua (VIII)

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Para entonces, nuestros aborígenes habían comenzado a extinguirse. Desde la península de Majagua y toda la costa de Jagua, algunos huyeron en canoas y establecieron batey en la cenagosa e inhóspita península de Zapata, donde abundaban los manjuaríes, manatíes y peligrosos cocodrilos. Se supone que los descendientes de Díaz se mudaron a Guamuhaya. El crecimiento de mestizos domésticos no fue superior a las muertes por abusos, hambre, epidemias y suicidios. Cuando llegó Francis Drake a la bahía en 1586, ya no existían los amigos Lope ni Díaz. El regionalismo, implantado por renovados vecinos egoístas, había minado la unidad y la mutua confianza con piratas; todo reabastecimiento debía conseguirse por las armas. Fueron enemigas todas las banderas que fondearon en Jagua; Charles Grant, corsario inglés, abordó con saña los buques, se apropió de sus cargamentos, hizo depredaciones en casi toda la costa sur de la Isla y se refugió en la bahía de Jagua en 1702.

Los conquistadores, acostumbrados a la holganza, habían iniciado otra página de crueldad: para realizar las más duras faenas, aumentaron el número de africanos, arrancados de sus tierras y familias; vendidos, humillados por cadenas, enfermos y lanzados muertos en el Atlántico. Así se marchitaron también muchas vidas en Tureira… En el Castillo de Jagua, un soldado de la guarnición decía: “Todavía están por allá los restos de la encomienda del fraile Bartolomé de las Casas, como lo oís, el mismísimo Padre de Las Casas; dicen los lugareños que cuando se fue a cristianizar a la tierra de los aztecas, llevó consigo solo sus sirvientes domésticos, indios convertidos y fieles, pero allá los mexicas no eran tarea fácil; dicen los peninsulares que aquel que tanto abogó por los indios aquí, allá lo tildaban de gruñón, porque más de una vez envió cartas al mismísimo rey pidiendo la Santa Inquisición para los abusadores”.

Los más viejos decían que, por motivos de infidelidad y sus consecuentes celos, el primer comandante de la Fortaleza de Nuestra Señora de los Ángeles de Jagua (en 1745), quizás el apellidado Cabeza de Vaca, dueño del primer ingenio de azúcar en esta comarca, había confinado a su bella esposa en una pequeña celda del fondo de la capilla, que allí había quedado lapidada, destinada a morir de hambre, de sed y que todas las noches, al dar las doce, salía elegante, con sus joyas, vestida de azul…

Muchos años después, un joven alférez se acercó a la guarnición de la fortaleza:
“Venga, hombre, no digáis que teméis a las habladurías. Estoy de buenas. Escuchad bien vosotros, los postas, os doy permiso para irse a dormir, voy a demostrar que aquí no ronda ninguna Dama Azul”. Aquel ejemplo de hombría y voluntad fue tomado con gusto por los centinelas y como alardoso gesto por los más viejos; en definitiva, todos aprovecharon la oportunidad del descanso. En minutos, el recién llegado estaba solo, envuelto en frías penumbras, con el tedioso concierto de grillos y aves nocturnas. Aquel mozalbete había arribado una semana antes, y el comandante lo recibió en el atracadero, pues sus antepasados eran de abolengo. Su abuelo paterno ganó algunos combates navales en el Mediterráneo. Ya había escuchado el joven la versión más contada de la leyenda: Rayando las doce, un ave blanca, después del graznido, se posaba en el ancho muro de la plaza. A su encuentro salía majestuosa una elegante dama, vestida de azul y brillantes joyas: el fantasma de la infiel esposa que vagaba por el Castillo… El alférez sintió la brisa de frío cortante en lo alto del fuerte y se refugió en la almena izquierda de la plaza, una de las que miran hacia el canal. A su espalda, sobre el soporte de la campana, lo hizo girar un furioso aleteo y graznidos…

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