Un obelisco a la amistad

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Con los ojos de bronce que le esculpió Victorio Macho en Madrid, Antonio Reguera mira a la eternidad desde su atalaya de tres metros de altura en la esquina nororiental del parque Martí.

El monumento que en sus espaldas de piedra guarda el recuerdo de dos impactos de bala, con seguridad marcas de una mañana rebelde de septiembre, inmortaliza al patriota cienfueguero cuyos pulmones minados por la tuberculosis se negaron a seguir respirando a las cuatro de la tarde de del 18 de noviembre de 1896, quizá en la enfermería, aunque bien pudo ser en una celda de la Cárcel Modelo, de la capital española.

También puede ser considerado un obelisco a la amistad ese busto nacido en el crisol de Mir y Figueredo Fundidores en el Madrid -agripado de 1920.

Cuando el 30 de agosto de aquel año quedó plantado en la plaza mayor de Cienfuegos como quien mira de soslayo la fachada de la Catedral; el bronce, el mármol y la piedra fundieron también su reciedumbre en un canto vertical a la amistad. El asturiano Antonio Monasterio Alonso, costeador del homenaje, había visto como su tocayo Reguera exhalaba el aliento definitivo mientras sostenía entre sus brazos el cuerpo maltrecho del amigo.

Antonio Mamerto Reguera Acea nació en Cienfuegos el 11 de mayo de 1853, apenas 103 días después que la isla esclava asistiera al alumbramiento de su redentor en la casita amarilla y azul de la habanera calle de Paula.

A diferencia del niño José Julián, su coetáneo cienfueguero conoció la holgura de la cuna acomodada. Su padre don Javier, gallego de Ortigueira, regentaba a la sazón la tienda de tejidos Las Filipinas en la villa juvenil fundada por franceses de Burdeos y La Lousiana. Y por la vía de la madre, doña Luisa Acea, la familia ascendería en el tiempo a la posesión del ingenio Manuelita, en la ribera oriental del fértil y entonces navegable Damují.

La década guererra iniciada en 1868 el joven Antonio la vive en la Galicia de sus ancestros. Al poco tiempo de la paz del Zanjón regresa al terruño con un título de abogado expedido por la Universidad de Santiago de Compostela, que se negará a ejercer a falta de carácter para luchar contra la probable mala fe de jueces y escribanos dispuestos casi siempre a venderse al mejor postor.

Tal fue su argumento a don Javier Reguera, quien tuvo que resignarse a que el vástago asumiera la administración del Manuelita. Los libros de registro mercantil terminarían por convencer al tendero gallego de las buenas artes comerciales del hijo, que en quince años elevó de 10 mil a 50 mil quintales la producción del ingenio en vías de hacerse central.

Al tiempo que revolucionaba conceptos productivos Antonio Reguera conspiraba como el que más a favor de la independencia frustrada en El Zanjón. Hasta las orillas damujinas llegaron Manuel de la Cruz y el general José María Aguirre, emisarios de Martí, quien le ofrecía la jefatura de la venidera insurrección en tierras de Las Villas.

Alegó el industrial cienfueguero que tal honor debería recaer sobre los hombros probados de algún ilustre guerrero del 68. Se consideraba apenas un pino nuevo en el bosque de la revolución naciente. Y mientras tanto las arcas del Manuelita continuaban su aporte a la empresa libertadora.

Estalló la guerra que se hacía necesaria, en Baire, Ibarra y otros puntos de la toponimia insular. Pronto perdió Cuba al más lúcido de sus adalides, allá por donde el Cauto y el Contramaestre procrean caudales multiplicados. Y pasados dos meses del holocausto Reguera decidió llegada la hora de sumar su brazo a la manigua.

Clandestino llegó a La Habana. Y faltaba media hora para que el vapor Humberto Rodríguez se despidiera del Morro rumbo al puerto de Nuevitas, en el norte camagüeyano, para incorporarlo a las fuerzas del brigadier Jesús Rabí, o las del general en jefe, cuando la policía secreta española lo atrapó a bordo, el 25 de julio de 1895, junto a los periodistas Gustavo Gavaldá y Arturo Primelles.

Sus enemigos, ¿qué alma buena no los tiene?, echaron en Cienfuegos leña al fuego de la insidia. Lo presentaron ante las autoridades de la colonia como el tercer jefe de la insurrección, inmediatamente después del Generalísimo y El Titán.

El 30 del propio mes el general español Arderius lo deportó a Ceuta a bordo del vapor Alfonso XII.

La prisión en la costa mediterránea africana resultó el mejor caldo de cultivo para la cepa que destruiría sus pulmones. El traslado a Madrid, gestionado por familiares y amigos llegó demasiado tarde.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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