Origen: de sueños, artificios e ideas

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Origen (Inception, 2010) representaría en su momento el acto último de consecuencia del realizador Christopher Nolan (Londres, 1970) para con un modo de entender el cine. El filme devendría la summa de una ideología artística que en su presupuesto argumental halla la arcilla prima de la mente humana y su infinito sistema de asociaciones e interconexiones, mientras que en el dispositivo de la puesta en escena supone otros de sus proverbiales actos de fe en torno a las aun a nuestras alturas inconmensurables posibilidades del hecho de narrar en el celuloide.

Desde su debut (Following, 1998), pasando por Memento (2000) e Insomnia (2002), hasta The Prestige (2006) y El caballero oscuro (2008), este director ha trabajado a placer con un fondo ideico/formal intervinculado por la intención de explorar los vectores de confluencia entre realidad e irrealidad, los confines de lo sensorial y las señas identitarias del más puro territorio onírico. Ello, dentro de estructuras diegéticas menos atentas a la ortodoxia de las construcciones-tipo aristotélicas que a la voluntad de reinventar, reescribir el relato clásico a partir de nociones narrativas proclives al goce subversor de sus coordenadas.

Una vez chupada su savia de décadas con devoción cuasi tarantínica (aunque en dimensión contraria el caso del creador británico) Nolan se abalanza aquí sobre el cine de género con un saco de ideas tomadas de centenares de películas, al cual abre su boca y desperdiga el contenido sobre una historia propia que no recibe vocerío tal a la manera de una lluvia de robos, sino como un aguacero de códigos que este hombre resemantiza, hibrida, modula y redirige hacia una cosmogonía particular. Abierta a admitir por cierto el señalamiento de cualquier influencia, pero ya imbricado todo a un singular universo narrativo sin parangón en el cine comercial anglosajón de este tipo. La peculiaridad estriba, punto Origen, en trasladar a un peldaño de adultez lo que en Hollywood se entiende por producto de entretenimiento masivo del período Transformers.

No obstante, su película -fenómeno universal de 2010, hito de la blogosfera, gran éxito de público respaldado por los especialistas-, no significa la venida de Cristo a la pantalla ni la obra maestra que muchos críticos del planeta defendieron. Resulta, con justicia, la pieza de ingeniería pesada de un creador lúcido, creativo, ingentemente pertrechado del paquete tecnológico del último minuto, de holgadísimo presupuesto y del más reciente blasón del star-system (Leonardo DiCaprio), que, muy por arriba de cuanto digo antes, sobresale a consecuencia de su renuncia a caminar el trillo preconcebido del blockbuster emblemático siglo XXI.

Ultraintertextual (la aventura surrealista Dalí-Buñuel, ciertos costados de obsesiones futuristas de Philip K. Dick, algún Borges, la cara más suave o en revés de Lynch, algo del Kubrick de Una odisea espacial ligado con el Ciudadano Kane de Welles, la Matrix de los Wachowsky, La celda, Desafío total, Misión: Imposible, el universo Bond, la saga Bourne y por ahí hasta aburrirnos…), el filme, no interesa por proclamar la cinefagia de Nolan, sus lecturas o la pericia del realizador en reciclar, sino por constituir reflejo crítico de su tiempo, contrariamente a la mayoría de los tanques norteamericanos.

El director/guionista está esculpiendo aquí sutil figura denotativa de un orden de cosas donde fermentan la desorientación, las confusiones de fronteras, la disimilitud de posicionamientos alrededor de dos hechos del retablo planetario que recaban máxima atención: corrupción corporativa-gubernamental e incomunicación mayor de un sujeto contemporáneo que, paradójicamente, en presunción estaría más que nunca en fase a través del -solo maquinal- apareamiento de redes sociales digitales, et al. Status quo el cual, no importan las bases caóticas de su estructura amorfa, continúa confiriendo prioridad a la implantación de “la idea”. Y es que las dos horas y tanto de metraje de Origen van justamente de ello: el agente/ladrón onírico Dom Cobb (DiCaprio) viaja entre interminables capas de sueños a por tal: a “incepcionar” o injertar el miasma de una, cariz de su intención aparte. “La idea es el virus más peligroso”, dice este espía de la mente adormilada.

Nolan sacude la estepa agrestre del mainstream mediante una película que, destello desgajado de la era posmoderna, defiende el simulacro, el artificio en tanto modo de representación cardinal-centro gravitatorio de la tropología discursiva actual. El cineasta enarbola en este thriller de ciencia ficción modélico artefacto de simulación, cuyas huellas -estampadas una y otra vez sobre diversas superposiciones o yuxtaposiciones de niveles narrativos- pisan sobre las viñas de la apariencia, donde todo cuanto cobra relieve va transfigurándose, mutando hacia nuevas formas de explicarse. Nolan está escribiendo con el lápiz de Abrams en Perdidos o el de Scorsese en Shutter Island, pero a través de estrategias de mayor visualidad (la escena de la calle parisina doblándose al medio: para las antologías), ludicidad, emoción, cinefilia, ardor infantil hacia el cinematógrafo. Él lo sabe, tiene un prestigio, e intenta -por el que dirán- contrarrestar semejantes “concesiones” con cierto arrebato solemne que marca un afán de trascendencia y “seriedad” innecesario en realidad al filme. Lo alarga, tiende a enredarlo entre demasiados sueños ensortijados, sin aportar algo. Nada es perfecto, Origen tampoco; pero en Hollywoodland, prefigura resultado de punto y aparte.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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