“Me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”: quién fue Robert Oppenheimer, el arrepentido padre de la bomba atómica

Compartir en

Tiempo de lectura aprox: 13 minutos, 39 segundos

Era la madrugada del 16 de julio de 1945 y Robert Oppenheimer esperaba en un búnker de control el momento que cambiaría el mundo. A unos 10 km de distancia, la primera prueba de una bomba atómica en la historia, cuyo nombre código era “Trinity”, estaba programada para llevarse a cabo en las pálidas arenas del desierto Jornada del Muerto, en Nuevo México.

Oppenheimer era el retrato vivo del agotamiento nervioso. Siempre fue delgado, pero después de tres años como director del “Proyecto Y”, el brazo científico del “Distrito de Ingenieros de Manhattan” que había diseñado y construido la bomba, su peso se había reducido a poco más de 52 kg. Para alguien con una altura de 1,78 metros, estaba extremadamente delgado. Había dormido sólo cuatro horas esa noche, desvelado por la ansiedad y la tos de fumador.

Ese día de 1945 es uno de varios momentos cruciales en la vida de Oppenheimer descritos por los historiadores Kai Bird y Martin J Shirwin en su biografía de 2005 American Prometheus, que sirvió de base para la nueva película biográfica Oppenheimer, que se estrena este 21 de julio en Estados Unidos.

En los minutos finales de la cuenta regresiva, como cuentan Bird y Sherwin en su libro, un general del ejército observó de cerca el estado de ánimo de Oppenheimer: “El Dr. Oppenheimer… se puso más tenso a medida que transcurrían los últimos segundos. Apenas respiraba…”, relató.

La explosión, cuando se produjo, eclipsó al Sol. Con una fuerza equivalente a 21 kilotoneladas de TNT, la detonación fue la más grande jamás vista. Creó una onda de choque que se sintió a 160 km de distancia.

Mientras el rugido envolvía el paisaje y la nube en forma de hongo se elevaba en el cielo, la expresión de tensión de Oppenheimer se relajó en una de “tremendo alivio”.

Minutos después, el amigo y colega de Oppenheimer, Isidor Rabi, lo vio de lejos: “Nunca olvidaré su forma de caminar, nunca olvidaré la forma en que salió del auto… su forma de caminar era como de alguien que está en la cima… . este tipo de pavoneo. Él lo había logrado”.

En entrevistas realizadas en la década de 1960, Oppenheimer agregó una capa de gravedad a su reacción, afirmando que, en los momentos posteriores a la detonación, una línea del texto hindú Bhagavad Gita, había venido a su mente: “Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”.

El Gadget, el dispositivo nuclear colocado en lo alto de una torre para la prueba Trinity en 1945. / Foto: Getty Images

En los días siguientes, sus amigos dijeron que parecía cada vez más deprimido. “Robert se quedó muy quieto y rumiante durante ese período de dos semanas porque sabía lo que estaba a punto de suceder”, recordó uno.

Una mañana se le escuchó lamentarse (en términos condescendientes) del destino inminente de los japoneses: “Esa pobre gente, esa pobre gente”. Pero solo unos días después, una vez más estaba nervioso, concentrado, exigente.

En una reunión con sus homólogos militares, parecía haberse olvidado por completo de los “pobrecitos”. Según Bird y Sherwin, en cambio, estaba obsesionado con la importancia de las condiciones adecuadas para el lanzamiento de la bomba: “Por supuesto, no deben lanzarla bajo la lluvia o la niebla… No dejen que la detonen a demasiada altura. La cifra fijada es justo la correcta. No dejen que suba o el objetivo no recibirá tanto daño”.

Cuando anunció el bombardeo exitoso de Hiroshima a una multitud de sus colegas menos de un mes después de Trinity, un espectador notó la forma en que Oppenheimer “juntó y agitó su mano sobre su cabeza como un boxeador victorioso”. Los aplausos “prácticamente subieron el techo”.

Un hombre “enigma”

Oppenheimer fue el corazón emocional e intelectual del Proyecto Manhattan: más que cualquier otra persona, había hecho realidad la bomba.

Jeremy Bernstein, quien trabajó con él después de la guerra, estaba convencido de que nadie más podría haberlo hecho. Como escribió en su biografía de 2004, “Retrato de un enigma”, “si Oppenheimer no hubiera sido el director de Los Álamos, estoy convencido de que, para bien o para mal, la Segunda Guerra Mundial habría terminado… sin el uso de armas nucleares”.

La gran variedad de reacciones que se ha dicho que experimentó Oppenheimer cuando fue testigo de la culminación de sus trabajos, sin mencionar el ritmo con el que fue pasando de una a otra, puede parecer desconcertante. La combinación de fragilidad nerviosa, ambición, grandiosidad y melancolía morbosa son difíciles de encuadrar en una sola persona, especialmente en alguien tan instrumental en el mismo proyecto que provoca estas respuestas.

Bird y Sherwin también llaman a Oppenheimer un “enigma”. Lo describen como “un físico teórico que mostró las cualidades carismáticas de un gran líder, un esteta que cultivó ambigüedades”.

Era un científico, pero también, como otro amigo lo describió una vez, “un manipulador de la imaginación de primera clase”.

Según el relato de Bird y Sherwin, las contradicciones en el carácter de Oppenheimer -cualidades que han dejado a amigos y biógrafos sin capacidad para poder explicar bien quién era- parecen haber estado presentes desde sus primeros años.

Nacido en la ciudad de Nueva York en 1904, Oppenheimer era hijo de inmigrantes judíos alemanes de primera generación que se habían enriquecido a través del comercio textil. La casa de la familia era un apartamento grande en el Upper West Side con tres sirvientas, un chófer y obras de arte europeas en las paredes.

A pesar de esta educación lujosa, los amigos de la infancia recordaban a Oppenheimer como alguien generoso que no mostraba el comportamiento de quien ha sido excesivamente mimado. Una amiga de la escuela, Jane Didisheim, lo recordaba como alguien que “se sonrojaba con extraordinaria facilidad”, que era “muy frágil, con las mejillas muy rosadas, muy tímido…”, pero también “muy brillante”.

“Muy rápidamente todos admitieron que él era diferente a todos los demás y superior”, dijo.

A los 9 años de edad, estaba leyendo filosofía en griego y latín. También estaba obsesionado con la mineralogía: deambulaba por el Central Park y escribía cartas al Club Mineralógico de Nueva York sobre lo que encontraba. Sus cartas eran tan competentes que el Club lo confundió con un adulto y lo invitó a hacer una presentación.

Según Bird y Sherwin, esta naturaleza intelectual contribuyó en cierta medida a hacer del joven Oppenheimer alguien solitario. “Por lo general, estaba preocupado por lo que estaba haciendo o pensando”, recordó un amigo. No estaba interesado en ajustarse a las expectativas de género: no le interesaban los deportes ni los “juegos rudos típicos de su grupo de edad”, como dijo su primo. “A menudo se burlaban de él y lo ridiculizaban por no ser como los demás”, pero sus padres estaban convencidos de su genialidad.

“Recompensé la confianza de mis padres en mí desarrollando un ego desagradable, que estoy seguro debe haber ofendido tanto a los niños como a los adultos que tuvieron la mala suerte de entrar en contacto conmigo”, comentó Oppenheimer años más tarde. “No es divertido”, le dijo una vez a otro amigo, “pasar las páginas de un libro y decir: ‘Sí, sí, por supuesto, lo sé'”.

Cuando se fue de casa para estudiar química en la Universidad de Harvard, la fragilidad de la estructura psicológica de Oppenheimer quedó expuesta: su frágil arrogancia y su apenas velada sensibilidad parecían no serle útiles.

En una carta de 1923, publicada en una colección de 1980 editada por Alice Kimbal Smith y Charles Weiner, escribió: “Trabajo y escribo innumerables tesis, notas, poemas, historias y basura… Produzco olores desagradables en tres laboratorios diferentes… . Sirvo té y hablo con erudición a algunas almas perdidas, me voy el fin de semana para destilar energía de bajo grado en risas y agotamiento, leo griego, cometo errores, busco cartas en mi escritorio y deseo estar muerto. Voila”.

En la película, Cillian Murphy interpreta a Robert Oppenheimer, quien era un fumador empedernido. / Foto: Universal

Cartas posteriores recopiladas por Smith y Weiner revelan que los problemas continuaron durante sus estudios de posgrado en Cambridge, Inglaterra. Su tutor insistió en que hiciera trabajo de laboratorio aplicado, una de las debilidades de Oppenheimer.

“Lo estoy pasando bastante mal”, escribió en 1925. “El trabajo de laboratorio es terriblemente aburrido y soy tan malo que es imposible sentir que estoy aprendiendo algo”. Más tarde ese año, la intensidad de Oppenheimer lo llevó cerca del desastre cuando deliberadamente dejó una manzana envenenada con productos químicos de laboratorio en el escritorio de su tutor.

Más tarde, sus amigos especularon que podría haber sido impulsado por la envidia y los sentimientos de insuficiencia. El tutor no se comió la manzana, pero la plaza de Oppenheimer en Cambridge estaba amenazada y se la quedó sólo con la condición de que viera a un psiquiatra. El psiquiatra le diagnosticó psicosis, pero luego lo descartó, diciendo que el tratamiento no serviría de nada.

Al recordar ese período, Oppenheimer diría más tarde que contempló seriamente el suicidio durante las vacaciones de Navidad.

Al año siguiente, durante una visita a París, su amigo cercano Francis Ferguson le dijo que le había propuesto matrimonio a su novia. Oppenheimer respondió intentando estrangularlo: “Me saltó por detrás con una correa del maletero y me la enrolló alrededor del cuello… Logré apartarme y cayó al suelo llorando”, recordó Ferguson.

El encuentro de la física

Parece que donde la psiquiatría falló a Oppenheimer, la literatura vino al rescate. Según Bird y Sherwin, leyó ‘En busca del tiempo perdido’ de Marcel Proust durante unas cortas vacaciones de senderismo en Córcega y encontró en él algún reflejo de su propio estado mental que lo tranquilizó y abrió una ventana a un modo de ser más compasivo. Aprendió de memoria un pasaje del libro sobre la “indiferencia a los sufrimientos que uno causa”, siendo “la forma terrible y permanente de la crueldad”.

La cuestión de la actitud hacia el sufrimiento seguiría siendo importante, guiando el interés de Oppenheimer por los textos espirituales y filosóficos a lo largo de su vida y, finalmente, desempeñando un papel crucial en la obra que definiría su reputación.

Un comentario que les hizo a sus amigos durante esas mismas vacaciones parece profético: “El tipo de persona que más admiro sería aquella que se vuelve extraordinariamente buena para hacer muchas cosas pero aún mantiene un semblante manchado de lágrimas”.

Regresó a Inglaterra con el ánimo más ligero, sintiéndose “mucho más amable y tolerante”, como recordaría más tarde. A principios de 1926 conoció al director del Instituto de Física Teórica de la Universidad de Göttingen, en Alemania, quien rápidamente se convenció del talento de Oppenheimer como teórico y lo invitó a estudiar allí.

Según Smith y Weiner, tiempo después describió 1926 como el año de su “entrada en la física”. Sería un punto de inflexión. Obtuvo su doctorado y una beca postdoctoral al año siguiente. También pasó a formar parte de una comunidad que impulsaba el desarrollo de la física teórica y conoció a científicos que se convertirían en amigos para toda la vida. Muchos finalmente se unirían a Oppenheimer en Los Álamos.

Oppenheimer leía mucho, desde poesía hasta filosofía oriental. / Foto: Getty Images

Al regresar a Estados Unidos, Oppenheimer pasó unos meses en Harvard antes de mudarse para seguir su carrera de física en California. El tono de sus cartas de este período refleja una mentalidad más firme y generosa. Le escribió a su hermano menor sobre el amor y su interés continuo en las artes.

En la Universidad de California en Berkeley, trabajó en estrecha colaboración con otros científicos que realizaban experimentos, interpretando sus resultados sobre los rayos cósmicos y la desintegración nuclear.

Más tarde describió que se encontró a sí mismo como “el único que entendía de qué se trataba todo esto”. Así, el departamento que finalmente creó surgió, según dijo, de la necesidad de comunicar sobre la teoría que amaba: “Explicar primero a los profesores, al personal y a los colegas, y luego a cualquiera que quisiera escuchar… lo que había aprendido, cuáles eran los problemas sin resolver”.

La lectura como terapia

Al principio se describió a sí mismo como un maestro “difícil”, pero fue a través de este papel que Oppenheimer perfeccionó el carisma y la presencia social que lo caracterizaron durante su tiempo en el Proyecto Y. Citado por Smith y Weiner, un colega recordó cómo sus alumnos lo “emulaban lo mejor que pudieron. Copiaron sus gestos, sus manierismos, sus entonaciones. Realmente influyó en sus vidas”.

A principios de la década de 1930, mientras fortalecía su carrera académica, Oppenheimer mantuvo a tope su interés en las humanidades. Fue durante este período que descubrió las escrituras hindúes, aprendiendo sánscrito para leer el Bhagavad Gita sin traducir, el texto del que más tarde extrajo la famosa cita “Ahora me he convertido en la muerte”.

Al parecer su interés no era solo intelectual, sino que representaba una continuación de la biblioterapia autoprescrita que había comenzado con Proust cuando tenía 20 años. El Bhagavad Gita, una historia centrada en la guerra entre dos brazos de una familia aristocrática, le dio a Oppenheimer una base filosófica que era directamente aplicable a la ambigüedad moral que enfrentó en el Proyecto Y. Enfatizó las ideas del deber, el destino y el desapego del resultado, enfatizando que el miedo a las consecuencias no puede utilizarse como justificación para la inacción.

En una carta a su hermano de 1932, Oppenheimer hace referencia específica a este libro y luego menciona la guerra como una circunstancia que podría ofrecer la oportunidad de poner en práctica tal filosofía:

“Creo que a través de la disciplina… podemos alcanzar la serenidad… Creo que a través de la disciplina aprendemos a preservar lo que es esencial para nuestra felicidad en circunstancias cada vez más adversas… Por eso pienso que todas las cosas que evocan la disciplina: el estudio y nuestros deberes para con los hombres y para con la comunidad, la guerra… deben ser recibidos por nosotros con profunda gratitud, porque solo a través de ellos podemos alcanzar el menor desapego y solo así podemos conocer la paz”.

A mediados de la década de 1930, Oppenheimer también conoció a Jean Tatlock, una psiquiatra y médico de la que se enamoró. Según el relato de Bird y Sherwin, la complejidad de carácter de Tatlock igualaba al de Oppenheimer. Era una mujer que había leído mucho y que estaba impulsada por una conciencia social.

Un amigo de la infancia la describió como “tocada de grandeza”. Oppenheimer le propuso matrimonio a Tatlock más de una vez, pero ella lo rechazó. A ella se le atribuye haberlo conectado con la política radical y con la poesía de John Donne. La pareja siguió viéndose ocasionalmente después de que Oppenheimer se casara con la bióloga Katherine “Kitty” Harrison en 1940. Kitty se uniría a Oppenheimer en el Proyecto Y, en el que trabajó como flebotomista, investigando los peligros de la radiación.

El camino a la bomba

Oppenheimer con su familia: se casó con Katherine “Kitty” Harrison, una bióloga que se unió a él en el Proyecto Y. / Foto: Getty Images

En 1939, los físicos estaban mucho más preocupados por la amenaza nuclear que los políticos y fue una carta de Albert Einstein la que llamó la atención de los principales líderes del gobierno de Estados Unidos. La reacción fue lenta, pero la alarma siguió circulando en la comunidad científica y finalmente se convenció al presidente para que actuara.

Como uno de los físicos más destacados del país, Oppenheimer fue uno de varios científicos designados para comenzar a investigar más seriamente el potencial de las armas nucleares. En septiembre de 1942, en parte gracias al equipo de Oppenheimer, quedó claro que era posible crear una bomba y comenzaron a tomar forma planes concretos para su desarrollo.

Según Bird y Sherwin, cuando escuchó que su nombre estaba siendo mencionado como líder para este esfuerzo, Oppenheimer comenzó sus propios preparativos. “Estoy cortando todas las conexiones comunistas”, le dijo a un amigo en ese momento. “Porque si no lo hago, al gobierno le resultará difícil utilizarme. No quiero que nada interfiera con mi utilidad para la nación”.

Einstein diría más tarde: “El problema con Oppenheimer es que ama [algo que] no lo ama: el gobierno de Estados Unidos”. Su patriotismo y deseo de complacer claramente jugaron un papel en su reclutamiento.

El general Leslie Groves, líder militar del Distrito de Ingenieros de Manhattan, fue la persona responsable de encontrar un director científico para el proyecto de la bomba. Según una biografía de 2002, Racing for the Bomb, cuando Groves propuso a Oppenheimer como líder científico, se encontró con oposición. El “trasfondo extremadamente liberal” de Oppenheimer era una preocupación.

Pero además de señalar su talento y su conocimiento de la ciencia, Groves también destacó su “ambición desmesurada”. El jefe de seguridad del Proyecto Manhattan también notó esto: “Me convencí de que no solo era leal, sino que no permitiría que nada interfiriera con el cumplimiento exitoso de su tarea y, por lo tanto, con su lugar en la historia científica”.

En el libro de 1988 The Making of the Atomic Bomb , se cita a Isidor Rabi, un amigo de Oppenheimer, diciendo que pensó que era “un nombramiento muy improbable”, pero luego admitió que había sido “un golpe verdaderamente genial por parte del general Groves”.

Robert Oppenheimer y el general Leslie Groves examinan los restos de la torre de acero en el sitio de prueba de Trinity. / Foto: Alamy

En Los Álamos, Oppenheimer aplicó sus convicciones interdisciplinarias opuestas. En su autobiografía de 1979, What Little I Remember, el físico nacido en Austria Otto Frisch recordó que Oppenheimer había reclutado no solo a los científicos necesarios, sino también a “un pintor, un filósofo y algunos otros personajes inverosímiles; sintió que una comunidad civilizada sería incompleta sin ellos”.

Repensando la energía nuclear

Después de la guerra, la actitud de Oppenheimer pareció cambiar. Describió las armas nucleares como instrumentos “de agresión, de sorpresa y de terror” y la industria armamentística como “obra del diablo”. En una reunión en octubre de 1945, le dijo al presidente Harry Truman: “Siento que tengo sangre en las manos”. El presidente comentó después: “Le dije que la sangre estaba en mis manos y que dejara que yo me preocupara por eso”.

Este intercambio es un eco notable de uno descrito en el amado Bhagavad Gita de Oppenheimer, entre el príncipe Arjuna y el dios Krishna. Arjuna se niega a luchar porque cree que será responsable del asesinato de sus compañeros, pero Krishna le quita la carga: “Vean en mí al asesino activo de estos hombres… Levántense, en la fama, en la victoria, en la intención de alegrías reales ¡Ya están muertos por mí, sé tú el instrumento!

Durante el desarrollo de la bomba, Oppenheimer había usado un argumento similar para calmar sus dudas éticas y las de sus colegas. Les dijo que, como científicos, no eran responsables de las decisiones sobre cómo se debía usar el arma, solo de hacer su trabajo. La sangre, si la hubiera, estaría en manos de los políticos.

Sin embargo, parece que una vez consumados los hechos, la confianza de Oppenheimer en esta postura se vio sacudida. Como relatan Bird y Sherwin, en su papel en la Comisión de Energía Atómica durante el período de posguerra, abogó en contra del desarrollo de más armas, incluida la bomba de hidrógeno más potente, para la que su trabajo había allanado el camino.

Estos esfuerzos dieron como resultado que Oppenheimer fuera investigado por el gobierno de EE.UU. en 1954 y que le quitaran su autorización de seguridad, lo que marcó el final de su participación en el diseño y asesoría de políticas.

La comunidad académica salió en su defensa. Escribiendo para The New Republic en 1955, el filósofo Bertrand Russell comentó que la “investigación mostró que había cometido errores, uno de ellos bastante grave desde el punto de vista de la seguridad. Pero no había evidencia de deslealtad ni de nada que pudiera ser considerado como traición… Los científicos se vieron atrapados en un trágico dilema”.

En 1963, el gobierno de EE.UU. le otorgó el Premio Enrico Fermi como un gesto de rehabilitación política, pero no fue hasta 2022, 55 años después de su muerte, que las autoridades anularon su decisión de 1954 de despojarlo de su acreditación y confirmaron la lealtad de Oppenheimer a EE.UU.

A lo largo de las últimas décadas de su vida, Oppenheimer mantuvo expresiones paralelas de orgullo por el logro técnico de la bomba y de culpa por sus efectos. Un tono de resignación también apareció en sus comentarios cuando, más de una vez, dijo que la bomba simplemente había sido inevitable. Pasó los últimos 20 años de su vida como director del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton, trabajando junto a Einstein y otros físicos.

“Capacidad negativa”

Albert Einstein: “El problema de Oppenheimer es que ama [algo que] no lo ama: el gobierno de Estados Unidos. / Foto: Alamy

Al igual que en Los Álamos, Oppenheimer se esforzó por promover el trabajo interdisciplinario y enfatizó en sus discursos la creencia de que la ciencia necesitaba de las humanidades para comprender mejor sus propias implicaciones, según cuentan Bird y Sherwin. Con este fin, reclutó a una gran cantidad de no científicos, incluidos clasicistas, poetas y psicólogos.

Más tarde llegó a considerar la energía atómica como un problema que superaba las herramientas intelectuales de su tiempo, como, en palabras del presidente Truman, “una nueva fuerza demasiado revolucionaria para considerarla en el marco de las viejas ideas”.

En un discurso pronunciado en 1965, publicado más tarde en la colección Uncommon Sense de 1984, dijo: “He oído de algunos de los grandes hombres de nuestro tiempo que cuando encontraban algo sorprendente, sabían que era bueno, porque tenían miedo”. Cuando hablaba de momentos de inquietantes descubrimientos científicos, le gustaba citar al poeta John Donne: “Está todo hecho pedazos, toda la coherencia se ha ido”.

John Keats, otro poeta de cuya obra disfrutaba Oppenheimer, acuñó la frase “capacidad negativa” para describir una cualidad común en las personas a las que admiraba: “es decir, cuando un hombre es capaz de estar en incertidumbres, misterios, dudas, sin ningún tipo de irritabilidad en busca del hecho y la razón”.

Parece como si fuera algo de esto a lo que se refería el filósofo Russell cuando escribió sobre la “incapacidad de Oppenheimer para ver las cosas con sencillez, una incapacidad que no sorprende en alguien que posee un aparato mental complejo y delicado”.

Al describir las contradicciones de Oppenheimer, su mutabilidad, su continuo andar entre la poesía y la ciencia, su hábito de desafiar la descripción simple, tal vez estemos identificando las mismas cualidades que lo hicieron capaz de perseguir la creación de la bomba.

Un retrato de Oppenheimer, ilustrado por Ben Platts-Mills.

Incluso en medio de esta gran y terrible búsqueda, Oppenheimer mantuvo vivo el “semblante manchado de lágrimas” que había predicho cuando tenía 20 años. Se cree que el nombre de la prueba -Trinity- proviene del poema de John Donne Batter my heart, three-person’d God: “Que pueda levantarme y pararme, derribarme y doblar/Tu fuerza para romper, soplar, quemar y hacerme nuevo”.

Jean Tatlock, quien le había hecho conocer la obra de Donne y de quien algunos creen que siguió enamorado, se suicidó el año anterior a la prueba. El proyecto de la bomba estuvo marcado en todas partes por la imaginación de Oppenheimer y por su sentido del romance y la tragedia.

Tal vez fue la ambición desmesurada lo que el general Groves identificó cuando entrevistó a Oppenheimer para el trabajo en el Proyecto Y, o tal vez fue su capacidad para adoptar, durante el tiempo requerido, la idea de la ambición desmesurada. Tanto como el resultado de la investigación, la bomba fue el producto de la capacidad y voluntad de Oppenheimer de imaginarse a sí mismo como el tipo de persona que podría hacer que sucediera.

Fumador empedernido desde la adolescencia, Oppenheimer sufrió episodios de tuberculosis durante su vida. Murió de cáncer de garganta en 1967, a la edad de 62 años. Dos años antes de su muerte, en un raro momento de sencillez, trazó una distinción que separaba la práctica de la ciencia de la de la poesía. A diferencia de la poesía, dijo, “la ciencia es el negocio de aprender a no volver a cometer el mismo error”. (BBC News Mundo)

Visitas: 17

5 de Septiembre

El periódico de Cienfuegos. Fundado en 1980 y en la red desde Junio de 1998.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *