La sobrevida del western en el siglo XXI (Tercera Parte y final)
Tiempo de lectura aprox: 4 minutos, 48 segundos
Más o menos la misma impresión se experimenta al apreciar Appaloosa (Ed Harris, 2008), pues en sus respectivas conciencias genéricas una y otra acusan varios puntos de encuentro o líneas conectoras argumentales-tipo, fibra de introversión/violencia subyacente de los personajes y búsqueda de la recuperación de las esencias prístinas del western con bien poco de posmodernidad o crepuscularidad agazapadas. En el polvoriento pueblucho de Appaloosa manda Randall, un matón temible como todos (Jeremy Irons en su salsa se lo traga de un bocado), cuya banda se despachó a los representantes de la justicia. Los habitantes pagan a Virgil Cole (Ed Harris) y Everett Hitch (Viggo Mortensen), dos legendarios gatillos de alquiler, para librarse del canalla e imponer de nuevo la ley y el orden. La amistad de estos hombres, bellísima, a veces prescinde incluso de palabras, de tanto conocerse uno y otro. Everett le completa las frases que se le extravían en la mente a Virgil, en crucigramas psicoverbales nada exentos de humor. En medio del tejemaneje contra los malos llega a Appaloosa la pizpireta y cultivada Allie (Renée Zellweger), quien prendará al deslumbrado Virgil, conocedor carnal hasta entonces solo de indias y prostitutas. Sin embargo, la hembra no está fabricada de madera de ley, e intenta completar un triángulo inaceptado por Everett; porque si la película cantará loas a un amor será al suyo con el amigo y no al de la rubia -homosexualidad excluida, si bien habrá quien así quiera leerlo.
Aunque típica cowboy movie avenida y todo a la reexaltación del halo mitológico del Viejo Oeste de las cintas de la época dorada postbélica, en Appaloosa, película más de personajes que de situaciones -sin que ello tampoco implique la renuncia a las consabidos tiroteos del género o la clásica trifulca con indios-, el multioficio Harris (la dirige, actúa, produce y escribe a partir de la novela de Robert B. Parker) se toma el tiempo que desea a fin de escarbar entre planos, gestos y medias palabras la ambigüedad moral de los personajes, su sentido de la ética, el valor, la fraternidad. Mortenssen lo aprovecha para, sin mucho uso de su lengua, meterse el filme en un puño tras morderse par de veces el bigote; y la insoportable Zellweger para reconfirmar que lo suyo es la comedia corte Bridget Jones y que a partir de sus mohínes o pedante ñoñería nada hace en piezas semejantes.
Dentro de esta puesta en escena clásica hay estilo, fuerza dramática, diálogos icónicos (verbigracia: al rechazar Cole el trago que le invita a tomarse Randall, el villano dice: “Es difícil hacerse amigo de un hombre que no bebe”, a lo cual replica el justiciero: “Difícil sí, pero no imposible”) solvencia narrativa, personajes que recuerdan a Budd Boetticher, composiciones imborrables, una regia fotografía de Dean Semler y sobre todo gran cariño por el inmarcesible género. Pero también frialdad, acaso demasiada. El para mí sagrado en el orden actoral Harris, en tanto realizador a ratos creyera olvidarse del género y estar en el set de la anterior Pollock, su biopic del caprichoso pintor. De modo que el exceso de parsimonia le cobra factura a un ritmo resentido, el cual restará calidez e incluso empatía comunicacional a un largometraje que en tal sentido solo es comparable a las, empero, en otros aspectos harto diferentes El asesinato de Jesse James…, y Wyatt Earp (Lawrence Kasdan, 1994). Sin ello, y sin la Zellweeger, pudo ser otro de esos exponentes memorables filmados mucho después de los años cuando Arthur Miller habló de un “último western”.
No erraba Eric Rohmer al asegurar, 58 años ha en Cahiers du cinema, que “los mejores oeste son, al fin y al cabo, los que llevan la firma de un gran hombre”. O de dos. Le subieron el listón a Harris los hermanos Coen, Valor de ley mediante, según la novela True Grit, de Charles Portis: ya versionada por Henry Hathaway en 1969, al servicio de John Wayne. Joel y Ethan inauguraron el Festival de Berlín 2011 merced a dicho filme rodado un año antes, integrante junto al drama independiente Winter’s Bone de lo más sobresaliente entre las nominaciones del Oscar; si bien ni uno ni otro consiguieron nada en los deshonestos lauros. Sin pretender descarriarse de eso identificado por Noel Burch como el Modo de Representación Institucional (en cristiano, clasicismo narrativo), del cual ni siquiera uno de los principales materiales estadounidenses de este cine se desmarcó en cuanto va de siglo, Valor de ley es algo parecido a una vieja gran película. Dicho sin ambages, a nadie podría demostrársele que mucho nuevo entrega a la pantalla en términos de puesta en escena o discurso, a alturas tales. No obstante, este western sin indios, ni asaltos a diligencias o ferrocarriles, ni final feliz deviene opus imperdible del decenio dentro de la parcela pura de su franja genérica.
Y lo es, entre otras razones, nuestra suerte de bildungsroman coeniano, a causa de la intensidad emotiva alcanzada en la construcción del relato en el punto-pivote de la odisea particular de Mattie Ross (la debutante Hailee Steinfeld, diáfanamente rotunda), esa osada y encantadora niña quien, más que buscar, se ve sin disyuntivas en el trance de echar a un lado cualquier resto lógico de la inocencia de los catorce años y emprender un trayecto apurado hacia la adultez conductual, moral y sentimental que le garantice su objetivo cimero de vengar al padre asesinado. La pequeña echa a su sartén, a base de inteligencia emocional, a los resortes humanos necesarios para su tarea indubitable de finalidad punitivo-redentora. El primero de ellos, de verdaderas agallas (las “true grit” del título original) y en faena sin lugar para cobardes: el marshall Rooster Cogburn (Jeff Bridges engolosinado con su alguacil tuerto de voz gorgórea). El segundo, también con incidencia de cara a la solución del conflicto: el Texas Ranger LaBoeuf (un Matt Damon menos él que otras veces, lo cual aquí deviene cumplido).
Marca de fábrica hogareña, los Coen narran a pista abierta y proponen personajes rotundos para poblar su historia de pérdidas, dolores, castigos y solo pasajeras liberaciones de penas. Le fabrican su carne dramática con dureza, caricatura e ironía. Arman escenas antológicas: la del regateo de Mattie con el viejo vendedor de caballos es caviar cinematográfico, donde luce imposible evitar la sonrisa cómplice con las mañas del fraternal binomio de Minneapolis y su trabajo con los actores. Empero, no habrá ningún matiz lúdrico al cierre. Cogburn languidecerá hasta su fin, borracho y gordo, en barraca ferial de mala muerte. Y la luchadora Mattie perderá la luminosa energía de sus ojos, manca, adusta y solitaria. Hacía largos años que el desenlace de un oeste no lograba entristecerme así. Y a la vez conmover.
¿Para eso habrá estado ahí de productor ejecutivo el creador de E.T? Remueve la entraña cinéfila el largometraje todo, apreciar a estas vívidas criaturas desplazarse entre los espacios del elocuente universo visual configurado por un director de fotografía tan conocedor de las estrategias de los realizadores casi como ellos mismos: el británico Roger Deakins. Valor… es un sensible e irremisiblemente nostálgico homenaje de los Coen a un género que a ojos vista aman, pero que a la larga intuyen tan del ayer como las comedias musicales de Ginger Rogers y Fred Astaire. Si Pixar saldó su deuda con la gente del estudio y una generación completa a través de Toy Story 3, Valor… era algo que ellos igual debían hacer, a bien espiritual suyo, creo.
Y es, también, la obra, cual subrayara el crítico chileno Antonio Martínez en Wikén (11 de febrero de 2011) “una película cinéfila, en el mejor de los sentidos, porque roza con cautela y sin aspavientos los monumentos enterrados del cine y da con ellos casi por casualidad. En el encuentro con el cazador y trampero, aparece el Oso Adams de El juez del patíbulo (1972), de John Huston, porque es el humor y la extravagancia en el Oeste, en esos territorios aislados donde pasaba cualquier cosa antes de que llegara la civilización. En la carrera desesperada de Cogburn con Mattie en brazos, primero a caballo y luego paso a paso, están los paisajes y el firmamento de un cuento encantado: es La noche del cazador (1955), de Charles Laughton. Y la mujer que retorna en tren a un pueblo antiguo, a un lugar que la marcó para siempre y nunca la dejó en paz, remite al viaje de Un tiro en la noche (1962), de John Ford. Está construida con delicadeza, parquedad y dulzura (…), huye del gigantismo del western y se esconde entre las piedras, para buscar entre el olvido y el polvo una historia que se desvanece delante de los ojos”.
(Texto publicado originalmente en la revista El Caimán Barbudo. Fragmentos)
Visitas: 176
Hailee Steinfeld ya es una promesa cumplida, casi una consagrada en Hollywood, a pesar de su vertiente de cantante pop batea fuera del estadio todos sus personajes. Los Cohen son un tándem de respeto, me gusta lo descarnados que pueden ser a veces, su humor negro, y sus inolvidables personajes. A pesar de no gustarme el western, amo el cine y no quiero que uno de sus pilares fundamentales en lo génerico muera nunca. Por tanto, larga vida a los oestes!!!!