La plaga
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No te subes en la silla, el libro lo puedes alcanzar si te estiras un poco. En efecto, lo logras y tan rápido lo sostienes en la mano, lo sueltas espantada. Fábulas de mi abuela extraterrestre ha caído en el suelo y por entre las páginas amarillas y la carátula ya difusa comienzan a subir los comejenes. Miras hacia arriba y te pones las manos en la cabeza, haces el gesto de la negación y sin más remedio, finalmente, buscas la silla y comienzas a bajar todos los demás ejemplares. Cada segmento oscuro del librero está decorado por surcos que atraviesan páginas, tablas, marcos y hasta la mismísima pared.
Entre la puerta del baño y la esquina más lóbrega descubres el nido. Parecen hormigas, salvo que son blancos, como gusanos infectados por algún virus del hambre. Tiras, uno por uno, todos los libros. Escribirás tiempo después: Mi amor, todos nuestros libros / abrazados por la Sombra Blanca / marcharon con manos de cenizas / a la basura. / Cargamos escaleras arriba, / aquella tarde, / los restos luminosos, / después que nuestras manos / fueron ceñidas por la plaga.
Cuando has terminado de bajar todos los libros y estás cansada, agarras el cuchillo y raspas, casi desesperada, violentamente, la pared. Van cayendo los trillos carmelitas muy despacio y los bichos intentan escaparse pero luego caen tras tu manotazo certero. Crees que los comejenes chillan ante la invasión que los consume. Intentan defenderse, te muerden, pero tú contraatacas con un chorro de veneno que encontraste en la cocina. Barres los restos del nido que caen desparramados en el suelo, y entonces el suelo comienza a guardar ese olor a plaga que ya nada puede borrar.
El maestro y Margarita está entre los libros destrozados, un agujero enorme en el centro que se expandió con gusto haciendo figuras inentendibles; también está Borges y el budismo. A todos los amontonas cual desperdicio sobre las tablas del antiguo librero y cargas sobre los hombros el peso de la sabiduría, bajas las escaleras con cuidado, temiendo esparcir la plaga por el barrio y cuando llegas al latón verde de la basura, solo dudas un instante, luego zambulles la pudrición hasta el fondo.
Cuando vuelves a subir, te tiras en el suelo, boca arriba. El techo blanco te ayuda a pensar con claridad. Pasadas unas horas te levantas y por primera vez te das cuenta de todo. Recorres la mano despacio por los restos de la casa, miras con detenimiento. No queda ningún libro, nada se ha salvado ante la demoledora naturaleza de un bulto de comejenes. El mueble de la cocina está repleto de los bichos. Recuerdas que noches anteriores escuchaste el ruido que hacen al comer, un ruido molesto y constante, pero estabas demasiado ocupada leyendo libros. Si tocas los marcos de las puertas sonarán a vacío. Toda materia interior fue devorada, un proceso de años, un juego entre paciencia y ensañamiento.
Las puertas habían caído hacía muchas lunas, tú las colocaste debajo de la cama, previendo no tropezar, pero solo ahora las ves. La mesa, las sillas, el butacón y la máquina de coser, absolutamente todo está mordido y no hay sino marcas detrás de toda mirada; un ejército de bichos blancos que avanzan tan lento que se confunden con la vida.
No sabes cómo llegó la plaga. Algunos vecinos fabulan que los bichos bajaron, o subieron, por el cableado. Solo sabes que es insoportable y que por más veneno o estrategias de escape, los comejenes son indetenibles.
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