La garza amistosa
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Las veces que la he visto ha sido en horas de la tarde, mientras el sol comienza ponerse. A eso de las seis, una garza blanca — medianita y elegante, con el cuello en forma de signo de interrogación — aparece con la calma de quien conoce de memoria su territorio. Vuela a saltos y camina. Lo hace como si supiera que no hay prisa, que su pan vespertino está por llegar.
Los vecinos la saludan y cuidan de ella – ¡o de él! – con la familiaridad de los años, ya que sus visitas se repiten diariamente, desde hace más de tres años. Lo suyo es un ritual que desafía la lógica y enternece el alma.
La primera vez que la vi, pensé que se había extraviado de algún manglar, y pregunté a los vecinos, quienes me contaron su historia. Ella lleva más de tres años visitando la misma casa, a las mismas horas: desayuno, almuerzo y comida. Como si tuviera reloj. Y muy curioso es cuánto le gustan el queso blanco y los pellejitos de cerdo y pollo.
Si Luis, su amigo sale a algún mandado y demora, la garza se posa en el techo de enfrente a esperar su regreso. Ella está convencida de que no la dejarán jamás “volar un turno”. A veces espera en la acera, aunque con cautela para que nadie le haga daño. Hubo un tiempo en que entraba a la sala de Luis, pero alguien, por jugar con ella la agarró y, ella se asustó tanto, que, ahora, de los escalones de la puerta no pasa.
Camina con dignidad, como si fuera parte del vecindario. Y lo es. Los vecinos la cuidan, la saludan, le hacen espacio. Hay algo que conmueve en esa rutina, y es cómo esa ave encontró y dispuso un punto de equilibrio para sí. No vive en cautiverio. No está domesticada. Y con plena libertad elige volver cada día al mismo lugar, a la misma hora, con la misma gente.
Los biólogos dirán que las aves aprenden por repetición, que asocian lugares con comida. Pero aquí hay algo más. La garza viene a comer y a estar. Se queda un rato después de tomas su alimento, a veces se posa encima de una antena de televisión o sobre un tejado, y observa a los vecinos como si los estudiara.
“Ella entiende”, me dice Luis. “No sé cómo explicarlo, pero entiende”.

Y yo le creo. Hay una inteligencia animal que no se mide en pruebas, sino en gestos. En la capacidad de confiar, repetir y elegir. Esta garza ha elegido de de una calle común un escenario extraordinario.
Para fotografiarla tuve que tener paciencia. ¡Cuidadito con acercármele! Tuve que activar el zoom para sorprenderla en su espera y durante su comida.
Esta garza no necesita homenajes. Su presencia es suficiente. Cada paso que da por la acera, cada mirada que lanza desde donde se posa, es un recordatorio de que la convivencia entre especies y seres humanos es tan posible, como hermosa.
Antes del anochecer emprende vuelo hacia la doble vía, a la salida de la ciudad. Sin duda, allá están sus compañeras. Aunque ella siempre viene sola. Una vez riñó con otras, para que no le quitaran su espacio. Viene y va cada día con su fineza voladora.
Se acomoda sobre los tejados y siempre aparece blanca, puntual, silenciosa, pero ¡constante! Como una página viva de ternura urbana. Como un poema que vuela y camina.

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Son aves muy confianzudas, y suelen tener ese tipo de comportamientos. Es decir, regresan a los lugares donde hallan comida fácilmente. Son compañeras inseparables de vacas y bueyes acá en los campos, sobre todo porque encuentran su alimento predilecto cuando estos mamíferos remueven las hierbas. Resulta muy entretenido ver cómo dos animales tan distintos pueden llevarse tan bien.
Linda crónica, y suscribo lo que usted dice. Aprender a observar y admirar a estas criaturas aladas nos hace mejores seres humanos.